En tránsito

Eduardo Jordá

Esta noche hay pollo

LOS niños de los años sesenta no sabíamos lo que significaba estar solos. Vivíamos en familias grandes que no dejaban de crecer como los hormigueros. Por grande que fuera la casa, compartíamos habitación con hermanos y a veces primos que llegaban de visita, y coincidíamos a todas horas en la cocina o haciendo cola frente al cuarto baño. Más que temer la soledad, la necesitábamos. Huyendo de nuestra familia (los hermanos chivatos, las tías cotillas, los padres que nunca decían que sí), nos escondíamos en buhardillas y hasta en despensas llenas de trampas para ratones. Por la noche, en la cama, antes de apagar las luces, mientras uno de nuestros hermanos daba saltos y otro se arrastraba por debajo de la cama, soñábamos con vivir en una isla desierta. El ideal de vida era un mundo inmenso, vacío, silencioso. Sin intrusos.

Ahora las cosas son muy distintas. Muchos niños no tienen hermanos, son hijos de padres separados o apenas ven a sus padres porque los dos trabajan y llegan tarde a casa. Un estudio dice que casi un 20% de los niños de entre 6 y 14 años cenan solos en su casa. Lo que para mí, de niño, era el colmo de la felicidad, para estos niños debe de ser una experiencia tan dolorosa como eran para nosotros el aceite de hígado de bacalao o las inyecciones de hierro. Imagino la nevera con un postit amarillo garabateado por la canguro con el menú de la noche ("Esta noche hay pollo"), y luego el ritual casi funerario de coger el tupperware y ponerlo en una bandeja y llevarlo a la salita, donde la televisión lleva ya cinco horas en marcha con los mismos programas de Tele5 o Antena 3 (esos grandes pedagogos).

Los padres del niño que cena solo suelen comprarle todos los caprichos que quiere, cosa que no sucedía con nosotros, pero hay pocas cosas que te puedan deprimir más que tener que cenar solo a los siete años. ¿Y si suena el teléfono? ¿Y si alguien llama a la puerta? ¿Y si se va la luz? Tarde o temprano, cualquier niño así llegará a la conclusión de que la vida es una estafa. Lo han educado para comportarse como un tirano caprichoso, pero luego lo obligan a vivir como un ermitaño que ha de sobrevivir sin más compañía que un bote de ketchup y otro de mayonesa.

Pero lo más extraño de todo es que estos niños, cada vez más numerosos, no existen en el mundo imaginario que muchos políticos y pedagogos -de forma cínica o candorosa- consideran el verdadero modelo de nuestra sociedad. Los planes de estudio y los horarios escolares parecen pensados para unos niños que viven en el mundo de Alicia en el País de las Maravillas, rodeados de padres solícitos que les enseñan a bailar sevillanas y a tocar el clarinete. Hasta que luego, claro, llega la hora de la cena. "Esta noche hay pollo". Otra vez.

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