Esto que alguien ha dado en llamar -grosero- "la nueva normalidad", no es sino un triste modo de denominar una situación gamberra, que ha dado en trastocar todo gesto, uso y costumbre producido en la mágica esfera de los afectos, de las relaciones amables y las cercanías humanas.

No ha podido ser mayor la triste maldición que nos separa, convirtiéndonos en poco menos que en frías estatuas de sal, sin calor y sin sentido y sin más ternuras que las miradas, eso sí, lejanas -aunque no alejadas- pero siempre a distancia prudente para que el virus malévolo que nos atenaza no pueda saltar, como si fuese corazón alegre pero traidor, entre unos y otros.

Nadie, tampoco, puede bisbisear cerca de otro, ni para rezar ni para murmurar, sin que se piense en que es un desatino, una práctica malévola y hasta insidiosa hacia los otros que, temerosos y extrañados por tamaño perjuicio y menoscabo, huirán hacia otras partes, con miradas de reprobación y hasta de escándalo. Así andamos y así vamos viviendo, esperando que los "sabios de la tribu", que andan desesperados entre lupas y retortas, encuentren algún remedio que nos permita recuperar de alguna forma aquellas épocas de románticas caricias, aquel tiempo de los besos, furtivos y fugaces, inocentes y encantadores o intensos, profundos y apasionados, como si en ellos deseásemos volcar corazón, alma y emoción y ser.

Y aún así, en medio de esa tristeza de las ausencias gestuales, en mitad de esa melancolía de costumbres, pretenden hacernos creer que esto se trata de una "nueva normalidad". Cuando no es sino un tiempo atroz en el que se eliminan las bocas del horizonte social, tras las jurídicas y asépticas mascarillas, so pena de multa y agravio social y se alejan las narices, bien tapadas ahora, eso sí, para no apreciar, ni percatarse siquiera, de fragancias deliciosas o pestilentes presencias, siempre indeseadas. Ni don Miguel de Cervantes, con todo su enorme acervo y conocimiento de las humanas condiciones y caracteres, podría haber imaginado nunca una situación de semejante tribulación y abandono. Es, sin duda, una verdadera condena, sin sentencia precisa de años, meses o días, con la definitiva incertidumbre en que deba cumplirse, desterrados los besos, ¡ay los besos!, perseguidos, sí, como si fuesen acción de salteador o de villano. Pareciendo que nos han castrado algunos de los sentidos. Peor, nos han arrancado la armonía en el conjunto de los que nos pueden conducir al goce compartido, a la felicidad. Sin duda, estamos presos. Comenzamos a estar un poco muertos.

Esto es un daño cruel del destino que nos ha manchado el alma de ausencias y constreñido el corazón, alejándolo del amor y la amistad. ¿O no?

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