Recordábamos el otro día, por aquello de alegrar un poco el cotarro, Chernobyl, la fantástica serie de HBO. No pretendo, en modo alguno, y Dios me libre, establecer paralelismos entre aquella catástrofe nuclear y nuestra crisis del coronavirus; pero sí, a tenor de la serie, apuntar ciertas cosas respecto a la percepción general de la realidad cuando todo parece ponerse patas arriba. En esta historia, los protagonistas luchan por asumir, en la medida de lo posible, que algo que bajo ninguna circunstancia podía llegar a suceder ha sucedido realmente. Para que un desastre de semejantes dimensiones pudiera acontecer tenía que darse tal cadena de despropósitos que todo lo relativo al mismo formaba parte del más estricto margen de lo imposible. La catástrofe, por tanto, obliga no sólo a una movilización necesariamente tardía e insuficiente; también a asumir que eso que no podía pasar ha pasado. Y que hay que vivir con ello, como si al despertar del sueño, en lugar de escapar de la pesadilla nos viéramos abocados a ella. Si algo ha generado la estabilidad y la prosperidad en Occidente desde la Segunda Guerra Mundial, y muy especialmente (mira por dónde) desde el final de la Guerra Fría que entrañó la tragedia de Chernobyl, es una monotonía más o menos constante, sustentada en la confianza de que, por muy mal que se pongan las cosas, el Estado de derecho tiene suficiente capacidad de reacción para que todo se quede al final en su sitio, con sus respectivas cuotas de beneficiados y expulsados, pero nada grave, al cabo, lo justo para ir tirando una y otra vez. Si la crisis de 2008 desató justo el extremo contrario, una desconfianza general hacia el Estado, quienes saltaron entonces al ruedo político a merced de la corriente, especialmente a través de los populismos, han quedado puestos en entredicho en los últimos años, cuando, una vez llegados los mismos populismos a las esferas de poder y a la toma de decisiones, ha quedado demostrado que tampoco ellos tienen las soluciones. Lo que queda al final, incluso después de una crisis brutal, es la necesidad de depurar el Estado. Pero no su sustitución. Ni siquiera la desconfianza.

Y de repente, en medio de este oceáno de normalidad, lo que parecía imposible sucede ante nuestros ojos. Si hace tres meses nos hubieran dicho que una epidemia vírica iba a poner en jaque nuestro sistema sanitario y a obligar a un confinamiento mundial, no lo habríamos creído. Después de varias décadas temiendo los despliegues nucleares y el fanatismo terrorista, es el coronavirus el que nos ha puesto en jaque. Aunque se descartara en su momento, las investigaciones vuelven a poner en el origen de la epidemia al pangolín, un bicho feísimo en peligro de extinción por la directa intervención humana: según la WWF, un millón de ejemplares han sido cazados en la última década, bien para el consumo de su carne en China o para el tráfico de sus escamas, a la que adjudican poderes sanadores en diversos países asiáticos. De confirmarse su condición de foco de la pandemia, la venganza del pangolín, este animal del que no sabíamos nada, que nada contaba para nosotros, habría dejado en mantilla a Aquiles. Quién lo diría.

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