Quién diría que la más profunda modificación de la liturgia católica desde el Concilio Vaticano II iba a venir de la mano de un virus. Pero semejante episodio nos recuerda que, en contra de la idea general que considera las decisiones fundamentales fruto de la reflexión más honda y el estudio más exhaustivo, los accidentes dejan su impronta en la Historia con una facilidad pasmosa y una determinación duradera. El signo de darse la paz en misa obedece a una prerrogativa de los mismos Evangelios que, de hecho, tiene también su protagonismo directo en la eucaristía ("La paz os dejo, mi paz os doy", dijo Jesús a sus apóstoles según San Juan) y que viene a reforzar la calidad asamblearia de la Iglesia. Mientras los besamanos y los besapiés cuaresmales se corresponden con una tradición no litúrgica, por mucho respeto que merezcan quienes participan en ellos, el gesto de la paz es una expresión directa del Evangelio. Luego, bueno, ya saben, el gesto suele quedar en ese tímida tentativa de darse la mano sin apretar demasiado al desconocido que se sienta al lado; y, dado que el de al lado puede ser un inconsciente portador de rabiosas cepas de coronavirus a punto de entrar en ebullición, la Diócesis de Málaga ha recomendado a las parroquias que vigilen eso de darse la paz, que mejor se haga la cosa sin mucho entusiasmo, a medio metro de distancia, con un alzar de barbilla, hola qué pasa, en vez de darse la mano como si estuviésemos de duelo. Y, desde luego, nada de propinarse repetidos besos en las barbas al estilo hebraico, ni mucho menos lo de repartirse abrazos con fragor de palmadas en las espaldas al son de guitarras y canciones de Paul Simon según el modo cándido de las comunidades de base. He aquí que la estricta inspiración luterana se cuela en nuestras misas, quieto, tú en tu sitio y yo en el mío: tonterías las justas. Con Podemos a punto de retirar las misas de la televisión pública, con lo que la posibilidad de participar a distancia quedaría eliminada, el asunto de la fe se pone, por tanto, peliagudo. El asunto no ayuda precisamente a la llegada de nuevos adeptos a una Iglesia en crisis. Vaya por Dios.

Supongo, dado que la evidencia nos dice que hay muchos más casos de infectados que los realmente contabilizados, que en general vamos a tener de aquí a nada una sociedad más aséptica, más fría, más prudente, menos proclive a sobarse. Por más que en los autobuses de la EMT haya que restregarse a gusto cuando llega la parada y toca bajarse (con lo que, ya me dirán), y por más que para pasar por la acera del Mercado de Atarazanas haya que enfrentarse cuerpo a cuerpo con camareros y turistas atrincherados en sus mesitas, corresponde, parece, preservarse en la medida de lo posible, conformarse con mirarse de lejos, con intuirse, con la inclinación de cabeza oriental como señal de afecto. No tocarte, que cantaba Radio Futura. Habrá que prepararse entonces para encontrar mamparas protectoras debidamente desinfectadas en las tribunas de la Semana Santa. E iremos a la Feria del Centro metidos en nuestras escafandras de astronauta, respetuosas con el medio ambiente. Cero emisiones, bien: de eso se trata.

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