ESTA mañana he regresado, por primera vez este año, a una de las cafeterías del centro en las que suelo practicar mis desayunos y cuando he pedido mi tradicional pitufo catalana la camarera me ha corregido amablemente y me ha dicho que el consabido bollito con aceite, tomate y jamón ya no se llama catalana, sino malagueño. Tras mi inicial expresión de estupor he rectificado, bueno, pues ponme un malagueño, y en cuanto me lo han servido he indagado a ver si la nueva nomenclatura traía implícitos cambios en la receta. Pensaba que de llamarse catalana a llamarse malagueño debía venir más pobre, pero no, ahí estaban los ingredientes, el jamón, el tomate untao y el aceite bien rico. Y es que, en el fondo, no somos tan diferentes. En otras cafeterías el malagueño te lo ponen con salchichón de Prolongo, que tampoco está nada mal, pero ése es otro cantar. Imagino que vincular al jamón a una Cataluña tan asfixiada que ha tenido que reírle la gracia a Rajoy con la subida del IRPF para sacar la merecida tajada ya no tiene mucho sentido; y, en el fondo, por más que algún jeque haya venido a dejarse los cuartos, por aquí abajo seguimos igual de pobretones, así que en realidad no hemos notado mucho la diferencia. Podemos soñar con molletes de Antequera rebosantes de ibérico y tildar la cosa de malagueña, pero las peonás se siguen pagando tan mal como siempre. Más de la mitad de los malagueños ya ni siquiera llegan a mileuristas, y el café sale cada vez con más agüilla en los bares. Si hubiera que inventar un pitufo malagueño, lo más honesto sería llenarlo de espinitas de sardina, como quería el Piyayo. Luego, claro, a Del Nido y Muñoz les basta decir dónde viven para que las medidas cautelares con siete años y medio de cárcel para cada uno se vayan al garete. La lección de todo esto es clara: con 700 euros se puede vivir, claro, pero con un golpe en condiciones se vive mejor. Ya saldrá el conejo por alguna chistera. Y el jamón lo pondrán los de siempre. Seguro.

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