Sucede que, a veces, huele a muerto. El pasado jueves se llenó el centro de un efluvio apestoso, alentado por el terral insoportable, que hizo de Málaga una suerte de Campillos a destiempo, mecida por las bestias y su podredumbre. En este caso, la peste, igual que en la novela de Camus, llegó del mar: un barco de bandera panameña procedente de Brasil y con destino final en Turquía hizo parada en el Puerto con una carga ganadera trajo consigo el aroma, que cundió mientras el calor deshidrataba los jacintos. Y lo cierto es que si la marea te pillaba en la calle no había más remedio que tragársela y acostumbrar las fosas nasales a sus dominios salvo que te metieras en alguna tienda de moda o en alguna heladería en busca de refugio. Tan mal pensado es uno que la ocurrencia siguiente no parecía descabellada: en una ciudad sin fuentes y con pocas sombras, el mal olor disperso desde la Plaza de la Marina hasta la calle Victoria podría ser objeto de política municipal para alentar el consumo al sugerir de tal modo a los viandantes que entren allí donde algo puede ser comprado. Un poco como en El perfume de Süskind en clave postcapitalista. Tras cargar el pienso necesario para mantener alimentados a los bichos el barco se fue, como en la copla, y se llevó consigo su hedor infecto y mareante, dispuesto a cruzar el Mediterráneo de cabo a rabo en una versión macabra de la Odisea (al cabo, Homero no especificó con qué frecuencia se duchaba Ulises; pero en estas fechas algunos autobuses de la EMT no huelen mucho mejor que nuestro buque ganadero). Lo que pasa es que, en honor a la verdad, a estas alturas, surcado ya el fétido horizonte, tampoco percibo excesivas diferencias. Quiero decir, Málaga no es una ciudad que huela especialmente bien, con cargamentos bovinos o sin ellos. Claro que si ni siquiera tenemos arbolitos que den sombra, tampoco es cuestión de pedir que las plantas aromáticas se nos den bien. Ni de pedir peras al olmo. Ni de amargarle al negocio a los biznagueros, que de esto viven.

De cualquier forma, aquel barco nos devolvió el tiempo aquel de arrabales, de yuntas, de carros tirados por bueyes, de rebaños en busca del pasto por los lugares más imprevistos. Un planeta nauseabundo del que sólo quedan los coches de caballos, a mayor gloria de los turistas fondones que siguen viéndole la gracia a tal medio de transporte para alimentar la ilusión de que en cualquier momento va a salirles al paso un bandolero para dejarlos en pelotas. Pero que Málaga huela mal en este siglo XXI no es culpa, ni mucho menos, de los caballos, sino de la acumulación de fritangas, basuras mal depositadas y peor recogidas, baldeos mal practicados, festivaleros que convierten en urinarios cualquier portal del centro mucho antes de que llegue la Feria, paseantes de perros sin muchos escrúpulos y, en fin, otras muchas manifestaciones del escaso amor que esta ciudad se tiene a sí misma. Qué envidia da visitar otras ciudades andaluzas estos días. Y qué poquito costaría lo contrario.

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