El otro día me metí a desayunar en uno de esos bares coronados con enormes televisores de plasma, aunque con un volumen suficientemente discreto para poder leer el periódico tranquilo. Poco después entró un señor con chaleco de hilo, gorra de pana, cayado grueso como para arrear a las bestias y humos más bien malos, y a los cinco minutos ya estaba dándole la brasa al pobre camarero sobre lo mal que está todo: "España se va a pique. Esto no aguanta", advertía, casi a voz en grito, como para que todos tuviéramos miedo. Lo curioso es que, apenas dos sorbos de café más tarde, el informativo de la televisión pasaba a emitir en directo la intervención de Pablo Casado desde el Congreso y he aquí que el líder del PP vino a decir exactamente lo mismo, casi con iguales palabras: "España no aguanta, señor Sánchez. Esto se hunde". Creo que el hombre del bar ni siquiera se dio cuenta porque seguía discutiendo consigo mismo, en voz alta, sobre lo canalla y lo traidor que es el coletas, pero semejante coincidencia resultó ilustrativa respecto al modo en que los votantes comparten las consignas de sus votados, sobre todo cuando se trata de anunciar el Apocalipsis. Un par de días después, fui al Museo Carmen Thyssen a ver una exposición dedicada a Henri Matisse. Resultó que en 1941, cuando el artista tenía 72 años, los médicos le dieron seis meses de vida a cuenta del cáncer. Sufrió entonces una operación muy complicada tras la que quedó postrado en una silla de ruedas. Sus miembros no le respondían y el pulso se le desplomaba, así que no podía coger el pincel. Poco después, los nazis invadieron Francia y, en medio de la barbarie, detuvieron y torturaron a Marguerite, su hija. Un día, Matisse, que vivió hasta 1954, descubrió que sí le quedaban fuerzas para coger una tijera y cortar papel. Así que cambió el pincel por la tijera y se lió a recortar figuras de papel que luego pintaba con colores vivos, llenos de esperanza. La exposición del Thyssen muestra estas figuras. ¿Y qué tiene esto que ver con lo otro?

Pues tiene que ver a partir de la convicción de que si antes pregonar el desastre salía gratis, ahora incluso confiere cierto prestigio social. Ya sea en la calle o en las redes sociales, escupir los males de nuestro tiempo se ha convertido en argumento para la colección de seguidores y la impostura intelectual. Lo verdaderamente difícil es, mientras todo el rebaño insiste en repetir que esto se va a pique, sobreponerse y aportar un poco de color al mundo, incluso con todo en contra. Pero si algo se mantiene igual que siempre es que los héroes son anónimos: el compromiso ético es, ineludiblemente, una cuestión que se juega a título individual. Podemos escoger entre colgar banderas en nuestros balcones para arrojárselas como un arma al contrario o colgar macetas con flores. Podemos escoger entre maldecir continuamente o hacer del espacio cotidiano un lugar más amable. Podemos escoger entre ser personas o cabestros. Y no es difícil acertar. Sólo hay que querer.

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