A principios de los noventa, con la llegada de Aznar al liderazgo del PP, el espíritu de la transición se vio superado por la crispación política: tras la inesperada victoria electoral de Felipe González de 1993, la reacción de la derecha política y mediática fue la de atacar al PSOE desde todos los frentes. Incluido el judicial reabriendo el caso GAL, cerrado una década antes. A partir de entonces las denuncias mutuas de irregularidades y de casos de corrupción pasaron a ser elementos habituales de la confrontación política. Trasladando a los jueces asuntos de enorme repercusión política. La politización de la justicia y la judicialización de la política pasaron a ser recurrentes en la conversación pública. La insólita negativa del PP a la renovación del CGPJ, negándose a alterar la composición elegida con su anterior mayoría parlamentaria, permite visualizar el problema en toda su crudeza. No es la primera vez que ocurre, pero nunca se habían negado de forma tan insólita a cumplir el mandato legal de renovación de los órganos constitucionales, ni tan descarnada la politización del CGPJ. Por todo ello, resulta inevitable interpretar en clave política y partidista determinadas actuaciones judiciales. El auto del juez Llarena, emitido el mismo día que entraba en vigor los cambios del delito de sedición y de malversación, contiene para unos una enmienda a la totalidad a las reformas del gobierno. Mientras que, haciendo virtud de la necesidad, el ejecutivo afirma que el auto le da la razón y demuestra que sus reformas no impiden perseguir penalmente a Puigdemont y los demás huidos del procés. Lo que nadie parece creer es que haya actuado al margen de la batalla política, como es propio de un juez del TS. De aquellos polvos….

En este clima, se produce la sentencia absolutoria de la Audiencia Nacional de Antonio Rodrigo Torrijos y Manuel García Martínez. Todo lo que rodea a este caso, parece dar pábulo a la creencia de que algunos magistrados, como la Jueza Alaya, también instructora de los Eres, utilizan de forma partidista su condición privilegiada para causar daños morales y económicos incalculables a personas concretas. Por no hablar de la apertura del juicio del caso Astapa, en los que decenas de encausados han tenido que esperar quince años para poder demostrar su inocencia o se demuestre su culpabilidad. Y cuya presunción de inocencia, en todo caso, quedó abolida hace tres lustros.

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