Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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El precio de la blasfemia

Blasfemar significa "ir a por Dios con palabras", para mostrarle nuestro malestar

Nunca entendí por qué Dios no fulminaba con un rayo al mulero que blasfemaba cuando el mulo se rendía, subiendo una cuesta, y tiraba la carga. "Me voy a cagar en un carro lleno de santos y con Dios de macho de varas", bramaba el infeliz. Pero Dios, pasaba de él. Y del pescadero que llevaba las brótolas y la morrallica a mi pueblo, y que se cagaba en él, cuando se le derretía el hielo en el camino y se le echaba a perder el género que transportaba en el portaequipajes de su bicicleta. Tampoco castigaba al cohetero que maldecía su nombre, si se le torcía un cohete, ni intervenía cuando Paquito Rodríguez, el inmenso vocalista de las verbenas granadinas de los 60, soltaba sapos y culebras por su boca cuando, en los descansos, los niños nos subíamos al tablado de los músicos para aporrear la batería. Dios callado, pero no así, sus mediadores: los sacerdotes, los beatos, los abogados cristianos, los inquisidores, los teólogos, los inventores de un Dios que consiente que se mate en su nombre, pero no, que le increpe cualquiera. Blasfemar significa "ir a por Dios con palabras", para mostrarle nuestro malestar. Y a los trujimanes de Dios, a los dueños de la escritura sagrada, les gusta que plegarias, rogativas y reclamaciones se hagan desde sus oficinas. No que te cabrees y que increpes a Dios por libre, con la contundencia del que siente excesivo e insoportable el dolor o la injusticia. La blasfemia fue un recurso más de la oralidad, de épocas en las que la inmensa mayoría no sabía ni leer ni escribir. En ese territorio, los ancianos sabios de la tribu y las mujeres, grandes transmisoras de la cultura oral, eran los dueños. Llegó la escritura, con códigos y castigos que los poderosos utilizaron como instrumentos de dominio, pero también de transmisión controlada de saberes y conocimientos comunes. La Ilustración propuso que para ser libre había que ser instruido. Y poco a poco lo escrito fue marginando a lo hablado. Visto siempre como amenaza irreverente para los renglones de acero del poder. Los que blasfeman a diario, cometiendo crímenes contra sus semejantes, con leyes que empobrecen y matan, siguen castigando las humildes blasfemias del disconforme. Ellos, que se cagan a diario en todos nosotros, no consienten que nadie cague fuera del tiesto por si les salpica.

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