La tribuna

Antonio Ojeda Avilés

El primogénito y las balanzas fiscales

EN los plácidos días del verano sureño, uno tiene ocasión de conversar con familiares y amigos que bajan de Cataluña, y se queda asombrado por la intensidad con que ha calado en todos ellos el discurso victimista del catalanismo en torno a las balanzas fiscales. Las clases medias de empleados, funcionarios, pequeños comerciantes y profesionales de la región culpan a los extornos de solidaridad de sus dificultades económicas, de las carencias de los servicios públicos, de que Cataluña no mantenga su ritmo de crecimiento, y hasta del despilfarro con que alegremente gastan las regiones "subsidiadas". Disculpan a los nacionalistas que ridiculizan a otras autonomías con cínicos anuncios de ayuda al tercer mundo o con apelativos como el de "califato" para las que se atreven a discrepar, y se indignan de que en algún aspecto concreto alguna de la comunidades de segunda puedan ofrecer mejores servicios a sus ciudadanos con el dinero de otros.

Y como hablar de política mientras las olas llegan mansamente a nuestros pies no es elegante, suelto una broma y cambio de tema, pero el asunto queda enganchado en el subconsciente y reaparece por la noche antes de que el sopor nos venza.

Porque plantear las relaciones entre las comunidades autónomas desde el exclusivo plano de las balanzas fiscales es como coger el rábano por las hojas, y que me perdonen los argentinos por el símil. Lo malo de tales simplismos consiste en su fuerza de convicción: tome usted lo peor de un conjunto, olvide todo lo demás, y tendremos un estereotipo con pegada, del estilo de "hombre chiquitín, embustero y bailarín". En el concreto tema de las balanzas fiscales, hay al menos tres elementos adicionales que deberían tenerse en cuenta, a pesar de lo cual no suelen entrar en el gran debate organizado en torno a ellas. Veamos.

En primer lugar, un catalán paga los mismos impuestos que un andaluz o un extremeño de su mismo nivel de renta. El que aparentemente pague mucho más se debe a que en su región hay muchos más ciudadanos con elevados ingresos -vulgarmente, ricos- que en otras comunidades. Son éstos quienes tributan desaforadamente, en razón a que ganan desaforadamente, y utilizar la media regional para destacar agravios no tiene sentido, porque es tanto como decir que la media entre uno que come un pollo entero y otro que no come nada resulta medio pollo para los dos. Ni siquiera los hermanos pueden solicitar una reducción quejándose que ya uno de ellos tributa altos impuestos.

En segundo lugar, una elevada proporción de los catalanes de altas rentas obtienen sus beneficios de las ventas que realizan a otras partes del país. La balanza comercial catalana es incluso superior a la madrileña, y por mucho que los nacionalistas critiquen la simplicidad de comparar el esfuerzo fiscal con el beneficio comercial, lo cierto es que el mercado español fue un mercado cautivo hasta hace bien poco, en donde la industria y el comercio catalanes supieron aprovecharse históricamente de su privilegiada posición de partida en el arco mediterráneo.

En tercer lugar, la vida es más cara en Barcelona, sin duda, pero el hecho de que el cine o los restaurantes cuesten por encima de los de Madrid o de otra ciudad española se debe a que hay más dinero allí y más alta burguesía que en cualquier otra parte de España. Es la misma queja de mi amigo Brad, abogado en Santa Bárbara y agobiado por sus precios, pero sucede que esa pequeña ciudad de California concentra al mayor número de millonarios de los Estados Unidos, que ya es decir.

Al nacionalismo catalán se le nota su complejo de primogénito en demanda de los privilegios de primogenitura, de trato "bilateral", sin parar mientes en que todo aquel antiguo régimen sucumbió en la noche de los tiempos. Por desgracia, descubre a su lado a otras comunidades que han conseguido trasladar a la Constitución otro antiguo régimen de mecanismos forales que les reporta pingües beneficios insolidarios.

Pero las quejas nacionalistas no pueden caer en saco roto, porque tienen una parte de razón. Deberíamos sacar partido a la publicación de las balanzas fiscales e igualar en base a ellas el esfuerzo solidario, quizá por la vía de exigir mayor contribución al País Vasco y Navarra. Y deberíamos plantearnos una mayor humildad de gasto en las comunidades autónomas con superávit fiscal porque, en fin de cuentas, no queda bien utilizar los fondos para competir en prestaciones, por más que sea perfectamente lícito.

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