La princesa del guisante

Nada nos desvela ni nos inquieta, aunque dormimos sobre guijarros morales y políticos

Mi cuento infantil favorito es el de la princesa del guisante. Lo conocen, ¿verdad? Quizá se malicien que me encanta por el chasco que se lleva la suegra, que pone la prueba casi imposible del guisante a la misteriosa pretendida de su hijo para ver si así puede echarla sin paños calientes. Pero la suegra también me gusta muchísimo. Concibe una trampa de una delicadeza atroz. Ya saben: una verdadera princesa notará la incomodidad de un solo guisante escondido bajo siete colchones mullidos.

Lo mejor es la metáfora. A cualquier alma delicada le causarán tremendas incomodidades las mínimas inconveniencias éticas o injusticias. No importa lo esponjosa y próspera que sea la sociedad de plumas que cubre ese guisante.

El cuento acaba bien, pues la suegra, al ver por la mañana las aterciopeladas ojeras de la joven princesa, reconoce que se encuentran ante una dama auténtica. Para nosotros, sin embargo, es inquietante: de terror. Pensemos en la de guisantes, qué digo guisantes, ¡guijarros!, que tenemos bajo la cama, y seguimos roncando a pierna suelta. Como mucho con una momentánea extrañeza en los menos, antes de coger enseguida el sueño.

Ya no es sólo el guisante moral, siempre el más grave, del aborto. Es toda una bolsa de guisantes congelados. Lo que se está haciendo con el adoctrinamiento de nuestros niños; la vergüenza política de la inseguridad y de los delincuentes que salen de las cárceles sin haber sido rehabilitados, la pobreza energética, el estado de alarma inconstitucional, la inflación, el chalaneo anual de los presupuestos con los nacionalistas, el conchabeo con los herederos de ETA, la selectiva memoria histórica, etc. Ningún ciudadano libre en la historia -de Roma a nuestros abuelos, pasando por los hirsutos señores medievales- habría aguantado impávido tanta afrenta jurídica, tanta intromisión en su propiedad privada y tanto manoseo de su libertad de conciencia.

Nuestra indiferencia no es la prueba de que no pasa nada, sino de que pasó lo peor. Se nos ha encallecido el alma. La dignidad se manifiesta a menudo en la indignación. Y aquí no se indigna ni el Tato. Y eso que no tenemos ni los colchones de una buena situación económica, que no servirían de excusa para la madre del príncipe, pero sí para los burgueses. Pero es que ni eso. Bajaremos a desayunar tan descansados, tan satisfechos, y nos encontraremos que nos echan a la calle por bastos impostores.

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