Un problema climático

Por muy bajito que hablen, treinta contertulios debajo de mi cama se denomina normalmente una fiesta

Lo siento, doña Rosita, no tiene usted razón. No es un problema de cultura, sino de educación. De modales, que se decía en las clases de Educación Cívica que nos dieron en el colegio. Tan necesaria hoy en día cuando ya no se imparte. Se trata de que entendamos que tenemos que repartir el ruido que se puede soportar entre todos los que lo producen, de manera que nadie haga más del que le toca. Es decir, que si son veinte mil los jovenzuelos, y no tan jovenzuelos, que a altas hora de la madrugada pululan por las calles, cada cual tiene que asumir que no puede hacer más ruido de la cuenta. La que salga de dividir con una sencilla operación matemática los decibelios posibles entre todos ellos. Y ni uno más. Así se lo he explicado yo, que soy una firme admiradora suya desde que coincidimos estudiando Sociología en la Universidad Pontificia de Salamanca, a los propietarios de los bares de esta ruidosa urbe. Pero se nota que ni me han oído ni me han escuchado. Aunque quizás sea por el ruido del ambiente. Y quizás por eso tampoco me han entendido los vecinos. Y eso que a las siete y media de la mañana no se escucha un alma en la calle. Pero se conoce que con la llegada de los primeros parroquianos que se acercan a tomar un café con tejeringos a calle Granada, se entra en una dinámica negativa que nos lleva, día tras día, a que se comience pidiendo los churros a gritos y se acabe pidiendo los cubatas a voces. Y el caso es que usted me lo reconoció sin darse cuenta, es un problema de educación y no de cultura. Si no fuera porque el jaleo de la calle impide distinguir claramente en qué jerga vociferan, se daría cuenta de que nuestra noche es una Babel a nivel del mar. Usted mismo me lo dijo hace unos días. En la plaza de plaza de San Francisco, los gañanes que la liaron eran unos forasteros. Inmigrantes en bicicleta de diferentes culturas. Un problema de educación y también de clima. Porque con la temperatura tan maravillosa que disfrutamos, no hay quien eche a la gente de las terrazas hasta altas horas de la noche. Y por muy bajito que hablen, treinta contertulios debajo de mi cama son lo que normalmente se ha denominado una fiesta.

La solución no es educarnos en hablar moderadamente bajo, sino en el silencio. Tener presente que, cuando lo que vamos a decir no es más bello que éste, es mejor no decirlo. Que si la palabra callada es tu esclavo, la expresada es tu amo.

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