Todos los agostos, de regreso a Málaga, tras mis indispensables vacaciones por tierras valencianas, suelo pasar unos días en casa de mi cuñada. Una mujer muy interesante adornada de numerosas virtudes. Pero de todas ellas la que más me atrae es su cualificada biblioteca. No muy numerosa, pero sí muy selecta. Y no sé porqué, cada año, cada vez que me acerco a ella, acabo en el mismo estante y echo mano del mismo libro. Una vez abierto, aunque leído y releído, nunca me resisto a leerlo de nuevo. Es como si el alma de Oscar Wilde, "desde las profundidades", me obligara a ello. De Profundis, para aquellos que imperdonablemente no lo hayan leído, es la carta que el genio le escribe a su amante, Lord Alfred Douglas, desde la prisión de Reading donde cumplía condena por el delito de sodomía.

Mil veces que se lea, mil veces que el lector percibe en ella un coctel de sentimientos, muchos de ellos contradictorios y turbadores, entre el reproche, la recriminación y el declarado amor que a pesar de todos los pesares, Oscar, le tuvo y le seguía teniendo a Bossie. La carta acaba con un grito desesperado de ayuda junto a la invitación a volver a verse. Oscar le perdona todas las desgracias que sufrió por su culpa. Su amor está por encima de todo.

En palabras de cualquier otro, De Profundis, no sería más que una vulgar carta de reproche de un enamorado a quién su amado le trató chulescamente y le llevó a la ruina. Pero con Wilde, el amor se hace literatura y la literatura alcanza el grado de sublime convirtiendo su desgarro y humillación en una de las más bellas obras de arte.

Deleitándome con ella, vuelvo la mirada a la triste y banal actualidad política del escenario mundial. El desgarrado grito de amor por nuestros semejantes, ya sean de España o tan lejanos como los de Afganistán, se convierte en una mera parodia donde las arias de los tenores huecos son cantadas en falsete, o en pancartas al viento como meros carteles publicitarios de las rebajas de agosto. Todo es falso. Al final, la tragedia de los afganos con la terrible amenaza de los talibanes, especialmente sobre las mujeres, y el fracaso de esa guerra de dos décadas con miles de muertos, entre ellos más de cien españoles, llenarán páginas de periódicos unos cuantos días finalizando como cualquier culebrón del verano. La guerra ha fracasado, hay que volver al diálogo, gritan algunos políticos desde su mullida tribuna de pésima oratoria. ¿Al diálogo con quién? Son la obcecación y el dogmatismo, ¡imbéciles!. ¿O es que no ven que los talibanes hablan poco, no dialogan nada, y aplican la fuerza por donde van?

En España, leo en éste mi periódico, que tenemos aún trescientos setenta y siete crímenes de ETA sin resolver. La mayoría de ellos de los años ochenta y han prescrito para la Justicia. Es curioso que tantos crímenes de hace menos de cuarenta años hayan prescrito y estén olvidados, mientras que estamos sacando a la luz y condenando a los que ocurrieron hace más de ochenta sin que nadie alce su voz por la paz y el amor de una puta vez. Pero es lo de siempre: la obcecación, el odio y el dogmatismo, ¡imbéciles!. Me quedo con De Profundis y Oscar Wilde, no hay comparación.

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