El ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, se ha comprometido a presentar antes de fin de año un proyecto de ley que atribuya la instrucción de las causas penales a los fiscales en lugar de a los jueces. No se trata de una propuesta novedosa. Llevamos décadas discutiendo la conveniencia de una reforma que, por otra parte, se ajusta a lo establecido en la mayoría de los países continentales.

Si de sus ventajas hablamos, en la medida en que las pruebas se realizarían por el órgano que se va a encargar de formular la acusación, el sistema ganaría en agilidad y, al tiempo, se perdería mucho menos tiempo en procesos en las que aquéllas resulten manifiestamente insostenibles.

Pero, junto a la búsqueda de una mayor eficiencia y la optimización de recursos, finalidades ambas deseables, el propósito presenta también inconvenientes, tanto técnicos como políticos. Sobre los primeros -el papel de la acusación particular, la aparición de la figura del juez de garantías y la definición de su labor, el aumento del poder coercitivo de los fiscales, etcétera- me remito a un documentado artículo (¿La instrucción de las causas penales para los Fiscales?) localizable en internet y publicado en 2004 por el entonces fiscal Antonio Ocaña Rodríguez. De los segundos, el principal es, por supuesto, la estrecha dependencia entre el fiscal general del Estado y el Gobierno. En España no existe un estatuto que garantice la independencia de los fiscales, como en Italia, ni éstos tienen una legitimidad democrática de origen, como en los Estados Unidos, por lo que subsiste un peligro obvio de que el control de los procesos penales acabe, para intranquilidad de todos, en manos del Ejecutivo. Las declaraciones al respecto del presidente Sánchez o el nombramiento previsto para dirigir la institución de persona absolutamente "disciplinada" acrecientan aún más esa recelosa inquietud.

Si son los fiscales, permaneciendo bajo el poder de designación y remoción del partido que gobierne, los que van a instruir las causas penales, el ciudadano no puede sino echarse a temblar. Por eso, porque está en riesgo nuestra seguridad, hay que exigir que el asunto sea exhaustivamente debatido y consensuado, que se respete escrupulosamente la separación de poderes y que, al cabo, sean las normas, y no la conveniencia partidaria, las que fundamenten el inicio, desarrollo y resultado de cuantas causas, legítima y objetivamente, hayan de sustanciarse.

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