RELOJ DE SOL

Joaquín Pérez-Azaústre

Una resaca

TODA esta resaca de estos días, tras aluviones varios, contusiones, fiebres estomacales, hepáticas y lúdicas, es una salvación. Todas las resacas, si se piensan, tienen una rara lucidez, la de mirar la vida en transparencia. Como si, tras la alucinación que da la fiesta, esa embriaguez de paso en los sentidos, uno pudiera ver la realidad; pero no la realidad diaria, no la cotidiana, adormecida, sino la verdadera realidad, la de una pulcritud en las sensaciones que luego supervisan una vida. La noche primigenia de los brindis, esa alegría entre espontánea y falsa, libérrima y volátil, tiene más partidarios que enemigos, tiene pocos críticos, se afirma, porque lo abominado es la resaca. Sin embargo, hay fiestas que se miden por resacas, por esa placidez de las resacas. No hay mejor mañana de domingo que la que empieza inerme, entre las sábanas, quizá con la ligera cefalea, una cierta punzada entre las sienes, pero esa amplitud que da el no tener por delante mas que una laxitud, la del domingo, poblada por las horas extendidas, sin prisa y con deleite, porque la jaqueca pasará pronto y quedará esa suerte nueva de indolencia, que ahora es lucidez templada y ancha, horizontal y lenta, inabarcable.

La mañana del día 7, a su manera, es una resaca sin bebida, una resaca doble de resaca. Tenemos, por delante, toda una jornada de calma y lucidez, para estirar las piernas en la cama, para mirar los brillos matutinos que salpican la luz de la ventana. Viene bien rendirse a esta templanza, viene bien estar sin estridencia, con la casa blindada, inexpugnable, a este duro aluvión de realidad que puede disparar las contusiones, las fiebres de un estómago, revuelto sin posibles salvaciones ante la inmediatez de la política. Aparece esta palabra, política, y ya hasta cambia el tono en la columna, se nos agrian las ganas, se nos tuercen; mejor adormecerse en la resaca, la resaca de fiesta, de noches y regalos, de esfuerzo consumista, de un desequilibrio en movimiento. Mejor abandonarse en el colchón, pedir quizá unas pizzas por teléfono y comerlas sentados en la cama, encadenando cintas vespertinas. Cualquier cosa mejor que mirar fuera, cualquier plan es mejor que regresar a esta turbación de griterío que ya hasta nos fastidia la columna. Mejor no salir nunca de la cama, como en el fragmento de las memorias de Caballero Bonald titulado, precisamente, Los acostados. Si la vida de fuera es tumefacta, y se vende barata por coartadas con una corrupción en las consignas, con una crispación profesional, lejana al ciudadano pero ya agotadora por cansina, mejor no salir nunca de la cama y encadenar resacas lujuriosas.

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