Al punto

Juan Ojeda

Más residuos da el hambre

LO que no mata, engorda, dicen. Será verdad, pero para comprobarlo tienes que arriesgarte. Pues eso es lo que están haciendo, lo de arriesgarse, todos esos pueblos que han presentado, o quieren presentar, su solicitud al concurso convocado por Industria para instalar en sus dominios un depósito de residuos radioactivos, o cementerio nuclear, como normalmente se los conoce.

Y estamos comprobando, ya en esta fase previa de intenciones, que lo nuclear, o lo atómico, que decíamos antes, puede tener, según se utilice, efectos destructivos o paliativos. Lo mismo te sirve para cargarte a medio mundo que para proporcionar energía al otro medio, para contaminar mortalmente a la atmósfera o para atajar los efectos del cáncer.

En este caso, estamos hablando no de bombas atómicas, sino de residuos procedentes de las centrales nucleares, pero la búsqueda de un lugar donde guardarlos está organizando ya una cierta devastación. Ahí están, como ejemplo, las grietas producidas entre los mismos partidos políticos, cuyos responsables, según la misión que tengan encomendada, gobierno, autonomías, ayuntamientos, o cargos orgánicos, adoptan posturas distintas, y enfrentadas entre sí. No hay ideología. Están los que quieren y los que no quieren. A los que les conviene y a los que les perjudica. Unos buscan una tabla de salvación y otros lo consideran un peligro para ellos y sus aspiraciones electorales.

No nos olvidemos de los vecinos, es decir, los principales afectados, entre los que no sólo hay división de opiniones, sino enfrentamientos abiertos, como hemos visto entre el público que acude a los plenos de los ayuntamientos que van a tomar la decisión.

Y es que donde unos ven peligro para su salud otros lo contemplan con una posibilidad de empleos, de subsistencia para pueblos olvidados, y a los que la crisis ha hecho mella en su presente y en su futuro.

En Andalucía tenemos uno, en la Sierra de Hornachuelos, el Cabril, que alberga, dicen, residuos de baja intensidad. La verdad es que el recordado Sebastián Cuevas y yo fuimos los dos primeros periodistas en entrar allí, cuando se descubrió el pastel en los años 70. Entonces, los bidones que contenían los residuos se guardaban en la antigua mina Beta, y podías refregarte contra ellos, por si cogías energía, de la otra. Tenía aquello su gracia peligrosa. Hoy el Cabril es otra cosa, limpio, aséptico, controlado. A su alrededor los ciervos te miran con ojos de amigo. Y la gente vive. Pero eso es otra historia. De lo que ahora se trata es de ese juego entre la razón y el sentimiento, entre el riesgo y la vida. Difícil lo tienen, la verdad. Pero, cambiando el dicho, más residuos da el hambre.

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