calle larios

Pablo Bujalance

El retablo de las maravillas

Menos que mal Málaga cuenta con líderes que ofrecen a sus vasallos prodigios que admirar Basta dar un paseo para toparse con la vanguardia También con la que vive a costa de la pleitesía

EN los últimos días he paseado bastante por el Soho. Lo he hecho para ver los murales de Obey y D*face pero también por otros motivos, antes incluso de que los artistas comenzaran sus obras. Y he podido comprobar algunos aspectos interesantes. Pocas zonas de la ciudad han registrado una metamorfosis tan abultada como la que atañe al Soho desde que es tal, no sólo por los graffitis, también por la peatonalización de Tomás Heredia, la nueva iluminación y otros elementos singulares; sin embargo, me llamó la atención comprobar que un viernes por la tarde la misma calle Tomás Heredia estaba vacía como un solar: no había ni un alma en sus bancos, ni en sus aceras, ni en las pocas tiendas ni en los bares que había abiertos. Volví a pasar el sábado y el paisaje era exactamente el mismo, con la excepción de un coche de la Policía Local. Es cierto que ya el domingo iban las pandillas de neohipsters arriba y abajo con sus móviles para dar constancia de la hazaña de Obey, y que a partir del lunes se les sumaron algunos malagueños, y también turistas. Pero, a la caída de la noche, el barrio volvía a parecerse al desierto de Gobi. Estrictamente, el Soho sigue siendo el aparcamiento con Sare de la Alameda hasta la merienda; a partir de entonces, un páramo. Y ahora que ya penden las luces de Navidad, pensaba, allí a mis anchas, en lo fabuloso que sería caminar por Tomás Heredia, Vendeja y Trinidad Grund como si fueran lo que son: extensiones de la Alameda, no su frontera. La promoción que el Soho disfruta gracias a los graffitis es estupenda, pero si no viene acompañada de un plan comercial para la zona, de manera que la gente pueda pasar por allí para tomar un café o ir de tiendas, con suficiente visibilidad y garantías de seguridad, el Soho, o como ustedes quieran llamarlo, seguirá siendo un núcleo yermo y exento de actividad. Muy bonito, con mucha vanguardia en sus paredes, pero de espaldas a la gente. El arte urbano, me temo, no es suficiente para hacer de los espacios entornos ampliamente habitables, aunque pueda contribuir a ello. Basta recordar experiencias no muy remotas de otras ciudades como Sevilla, Granada y Almería, en las que algunas zonas degradadas comenzaron a recuperar el interés de propios y extraños merced a la espontánea generación de espacios para el ocio, la gastronomía, la música en directo y el comercio, sin planes municipales de por medio; el arte urbano suele estar presente en estos nuevos focos de resurrección, pero hacen falta más que graffitis para convertir las calles en lugares en los que quedarse. En este sentido, resulta especialmente interesante el movimiento vecinal y comercial surgido en torno a las calles Mártires y Andrés Pérez, a espaldas del Museo Carmen Thyssen, donde se ha convertido un área hasta hace poco nada recomendable en un sitio al que ir y pasar el rato (beneficiado además por un ejemplo cercano de rehabilitación urbana hecha con sentido: el pasaje del Pericón, que todavía merece un mayor aprovechamiento y promoción) sin necesidad de convertirlo en emblema de la vanguardia ni de ponerlo a la cabeza de no sé qué ranking. El arte es necesario por el arte, en la medida en que es un fin en sí mismo; pero para hacer ciudad, quienes deben tomar la iniciativa son, vaya, los ciudadanos.

Viendo en acción a Obey y D*face, referentes internacionales de la creación urbana y underground, me he acordado también estos días, sin poder evitarlo, de El retablo de las maravillas de Cervantes. O, mejor dicho, el entremés se me ha venido la cabeza cuando he leído algunas declaraciones de los impulsores de ésta y otras actividades similares en el Soho a la hora de subrayar la relevancia que tiene para Málaga el hecho de que dos figuras de tal calibre vengan aquí a dejar su huella. Quizá uno va para viejo y ya se deja impresionar menos por los presuntos genios. O quizá es que mi oficio me ha permitido conocer a cierta gente a la que admiro y más de una vez me he llevado un chasco. Pero, en lo que atañe al Soho, da la impresión de que si uno no comparte el entusiasmo de los tuiteros que van por allí a hacerse fotos con los graffitis, está poco menos que incurriendo en un agravio contra Málaga. A mí, la verdad, un graffiti me produce la emoción que puede producirme una pintura muy chula en una pared: a veces es alguna; otras, la mayoría, ninguna. Pero ése es mi problema. Hace un par de años se representó por primera vez en Málaga (fue en el Teatro Echegaray) una obra de Peter Brook y estuvimos cuatro gatos. Se podían haber sacado algunas conclusiones sobre el atraso cultural de la ciudad y tal, pero nadie se quejó del frío recibimiento, ni se llevó las manos a la cabeza. Fue a ver la obra quien quiso, y ya está. Sin embargo, este miércoles, ante algunos comentarios jocosos lanzados en Twitter sobre el mural de Obey, Fernando Francés, impulsor del asunto, escribió lo que sigue en un tuit: "Es habitual que las personas cultas que no entienden el arte lo ridiculicen para ocultar sus limitaciones" (menos mal que no se refería a las incultas). O sea, que el irreverente que pase por allí y se lo tome a choteo seguramente será hijo bastardo o correrá por sus venas sangre mora o judía; con el apunte, claro, de que el teatro hay que ir a verlo, pero el arte urbano sale al paso sin remedio.

No sé, tal vez si yo fuese Fernando Francés me permitiría el lujo de publicar comentarios semejantes. Pero Málaga necesita más argumentos para reflexionar, debatir, crear y superarse y menos retratistas de Obama y menos diseñadores de camisetas para adolescentes a los que admirar. Aunque éstos, que conste, sean bienvenidos.

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