Mis tratos académicos recientes con adolescentes han constatado problemas ya temidos como sus graves problemas de expresión o la incontinencia gutural, aunque siempre es bueno reflejar que, aun siendo minoría, existen benditas excepciones de chavales que son para llevárselos directamente a casa, sin envolver ni nada.

De todo el caudal de inquietudes que genera un niño/adolescente, me quedo con los niveles de frustración tan altos que suelen manejar. Por ser un problema invisible, de esos que se quieren atajar cuando son lava y no temblor de tierra. Y me temo que son hijos de la cultura del éxito, del ocio y de lo urgente.

Fabricamos un mundo en el que, pese a los edulcorados intentos de mensajes grabados en tazas y vinilos, le decimos a los hijos que el segundo es el primero de una pléyade de fracasados. Y luego le pretendemos poner la tirita del "lo importante es participar" cuando las portadas, las redes y la cascada de talent shows enfocan continuamente a ganadores con corta fecha de caducidad.

Y hemos pasado de una sociedad machista en la que él trabajaba y ella se quedaba en la casa cuidando a los hijos a otra en la que los padres cada vez son menos capaces de asumir las renuncias que implica tácitamente traer una criatura al mundo. Depositando más responsabilidad en abuelos y profesores porque entre Netflix, los conciertos, subir stories e ir a mi festival de toda la vida no me da para educar a la niña.

A los 16 años, descubrimos que la bestia fagocitada que tenemos por adolescente en casa es imparable. Y le echamos la culpa a la sociedad, a la tele, al instituto y a los internés. Sin ver todo el tiempo en que hemos confundido cuidar con sobreproteger, regalar con darlo todo hecho, no querer verles sufrir con ceder ante lágrimas de cocodrilo.

Los niños frustrados son el contenedor de un reguero de problemas y errores, muchos de ellos imponderables porque educar no es un manual de instrucciones, pero otros se ven venir. Y llegados a ese punto insostenible, regañar, castigar o gritar se visten como recursos a la desesperada que no hacen sino sumar más gasolina al incendio.

Antes de que el adolescente se atrinchere en su cuarto y se aleje de nuestro mundo a través de sus cascos y la pantalla de la Play, al arbolito, desde pequeñito, hay que mostrarle el camino. Que nos vean más leer que actualizando las redes sociales, que seamos estoicos ante sus rabietas y chantajes, que entiendan el esfuerzo, el fracaso y las lágrimas como parte del aprendizaje. Que oigan en la tele música relajante y no a autoproclamados influencers romperse los tímpanos a discusiones.

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