Lo que son las cosas. La ensaladilla rusa ha sido, de toda la vida, la solución barata para dar provecho a los últimos restos del frigorífico. La opción razonable cuando te metes en un bar, te apetece una caña y una tapa pero reparas en que apenas te quedan dos euros en el bolsillo. Nuestras madres la preparaban en aquellos recipientes grandes, en abundancia, y allí que comía toda la familia, cucharón en mano, sin esperar un segundo plato, es que estamos tontos o qué: si quieres completarla, empuja con pan. Ahora que las familias han venido a menos el espectáculo no es tan llamativo, pero en el fondo una ensaladilla rusa es algo que, mejor o peor, ha intentado (al menos) hacer todo el mundo alguna vez. De repente, sin embargo, vemos a la ensaladilla convertida en emblema de la nueva gastronomía, con los chefs laureados con estrellas Michelin proponiendo sus particulares versiones y concursos de postín comandados por los principales cocineros de la Península, e imagina uno a más de cuatro de aquellas madres esbozando una sonrisa de medio lado, si se trataba de dar premios por hacer ensaladillas bien que podrían haberme avisado hace veinte años. El capitalismo, ya se sabe, pemite tal prodigio: lo que hasta hace cuatro días se consideraba penúltima alternativa ahora nos viene devuelto no sólo como exponente del consumo masivo, sino como garantía de prestigio. Lo bueno del truco es que la mejor ensaladilla rusa de España (a saber como son las ensaladillas rusas de Vladivostok: añadirán cangrejo, supongo) la hace en el restaurante El Candado Golf de Málaga el cocinero Javier Hernández, que acaba de ganar el Concurso del Congreso de San Sebastián Gastronomika, con un jurado presidido por Martín Berasategui, con su seguro asombrosa receta. Dice Hernández que para hacer una buena ensaladilla rusa hay que trabajar con productos del día y olvidarse de la nevera. Y yo digo que amén, pero, maldita sea, alguna vez me he enfrentado al reto de cocinar una ensaladilla con las mismas prerrogativas y ha terminado comiéndosela el gato. Así que algo de talento habrá que invertir en el asunto. Digo yo.

Al final, que una propuesta tan humilde como la ensaladilla rusa gane premios, ocupe portadas y protagonice debates encarnizados sobre los ingredientes y sus medidas revela hasta qué punto la gastronomía ha terminado convirtiéndose en la primera referencia cultural de nuestro tiempo, lo que al cabo no es extraño: para disfrutar una ensaladilla no hay que comerse excesivamente el tarro, ni prestar mucha atención, ni aguantar mucho rato en silencio, y el placer que prodiga un buen plato a cambio es enorme. Albert Boadella dijo una vez (dedicó de hecho una de sus últimas obras con Joglars a la cuestión) que esta preeminencia de la gastronomía como escala al éxito será inmoral mientras los índices de pobreza, ya sólo en España, sigan siendo los que son. Pero imagino que precisamente la clave de todo esto está en la proyección de platos baratos como la ensaladilla rusa, que, bueno, supongo que no aporta tanto al espíritu como la lectura de Los hermanos Karamazov, pero mira que está rica, la puñetera.

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