NO digo el debate, sino las elecciones. A saber quién las va a ganar. El que haya ganado el debate de anoche no tiene por qué ser el que gane las elecciones del 9-M. En primer lugar, porque el perdedor tendrá la oportunidad de desquitarse -o de hundirse del todo- en el siguiente. Es una eliminatoria a dos vueltas.

En segundo lugar, porque no será tan fácil establecer el triunfador. Muchos de los espectadores lo tienen decidido de antemano: ganará el candidato de su preferencia. Los forofos respectivos, vean lo que vean y oigan lo que oigan, contestarán desde el prejuicio y darán por bueno a aquél al que ya hayan decidido votar. ¿Y los no forofos? Esos pueden ser los decisivos. No los que dudan si ir o no a votar, que no creo yo que el debate resulte determinante de su voluntad, sino los que habiendo decidido acercarse a las urnas no saben aún si votarán a Zapatero o votarán a Rajoy.

En tercer lugar, porque, como ya he dicho unas cuantas veces, la mayoría de los ciudadanos cocina el sentido de su voto sobre la base de muchos ingredientes. Se vota en función de la clase social, el nivel de educación, la ideología -si la hay-, la posición económica, el entorno familiar, el grado de información, los amigos, el carisma de los candidatos y hasta la psicología personal o la coyuntura vital que uno atraviese. En este contexto, la campaña electoral en general y los debates en particular también juegan su papel ciertamente, a menudo sobrevalorado por los que se dedican a la política y los que vivaqueamos a su alrededor.

Poco tiene que ver la tradición de debates permanentes de Estados Unidos (Obama y Clinton, por ejemplo, han debatido diecinueve veces, y sólo como precandidatos demócratas) con la irregular práctica del debate entre presidenciables de España. Aquí no lo ha habido en los últimos quince años. Ahora que se ha organizado, le han puesto tantos corsés y lo han pactado tan minuciosamente los partidos contendientes -el periodismo estuvo ausente- que a lo más que se ha podido llegar es a una sucesión cronometrada de monólogos. Se ha tasado hasta el número de segundos que se ofrecerá la imagen del candidato que escucha mientras el otro candidato dispone de su turno de palabra. ¡Como para haber esperado frescura, viveza y dialéctica! Más que debate han sido dos entrevistas emitidas en paralelo.

Quizás el debate -que no las elecciones- solamente lo pierda quien de los dos haya metido la pata mostrándose demasiado nervioso, demasiado agresivo o demasiado blandengue. Aun así tendría la oportunidad de reivindicarse en el segundo tiempo, delante de Olga Viza. González lo consiguió en 1993 frente a Aznar.

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