En estos tiempos de posverdades y verdades a medias, lo que al cabo no nos distingue demasiado de tiempos pretéritos (resulta casi sospechosa tanta nostalgia por la verdad como patrimonio arrebatado; ¿cuándo ha dicho aquí alguien la verdad una sola vez?), los aspectos que se dan por sentados a la hora de emitir cierta información revelan taras seguramente mayores. Si un tipo se mete con un hacha en una estación en Alemania y empieza a herir a la gente, el público parece esperar de inmediato que se confirme la comisión de un atentado terrorista o la existencia de problemas de salud mental en el agresor. Si es en Málaga donde un indigente hiere a otro con una botella, cabe hacerse el cuerpo con mayor probabilidad a lo segundo, aunque sea por aquello de la costumbre. Con excesiva alegría, facilidad e inercia se pone sobre la mesa el asunto de la salud mental cuando de algún suceso criminal se trata: la suficiente como para que el lector establezca sin más conexiones entre causas y efectos. Una persona ha herido a otra, hay posibles problemas de salud mental, entonces ya está todo dicho. Más aún, mi sospecha me lleva a pensar que buena parte del público reclama este dato, que rara vez aparece contextualizado en su justa medida, a modo de alivio: es preferible pensar que un determinado problema de salud mental induce a cometer el mal que la posibilidad de que el mal se dé en ciertas personas por opción o por predisposición moral, con todos los tornillos en su sitio. A los consumidores de tales pildoritas consoladoras seguramente les inquietaría saber, sin embargo, que los desajustes relativos a la salud mental están ampliamente extendidos y afectan a una mayoría nada desdeñable de la población, en una tendencia que no ha hecho más que crecer en las últimas décadas. Pero bastaría, imagino, que una persona violenta se tomara un ansiolítico de vez en cuando o sufriera su particular depresión para que pudiéramos vincular una cosa con la otra, sin más, cuando el presunto cometiera una agresión y quedarnos tranquilos. Esta reducción es, sin embargo, un síntoma peor.

Pero más grave es aún la injusticia que semejante impunidad acarrea. Bajo el imperio de lo políticamente correcto, en el que el respeto a las diversas minorías constituye una prerrogativa sagrada en el mero uso del lenguaje, las personas con problemas de salud mental han corrido peor suerte. Y seguramente están pagando lo inestable e imprevisible de su situación: es fácil abrir los brazos y tener en consideración a quien tiene adjudicada de antemano la condición de víctima, pero a ver qué hacemos con esta gente que se viene abajo cuando menos lo esperan los demás con consecuencias llenas de interrogantes. La corrección política sienta bien, gana premios y consigue votos; lo verdaderamente complicado es ponerse en el lugar del otro. Y a saber cómo le sienta a alguien con problemas de salud mental que cada vez que se informa sobre un crimen salga la puñetera etiqueta en los mismos términos, de manera gratuita y especulativa. Alguna clase de apestados debía reservarse el siglo XXI.

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