relatos de verano

Hipólito G. / Navarro

Las setas caladas de Jürgen (III)

Quién demonios entiende el funcionamiento de la cabeza, el de los recuerdos dando tumbos por los blandos vericuetos que hay dentro de ella, las misteriosas asociaciones que ahí se cuecen? Han pasado más de veinte años de todo aquello, de mis pesquisas sobre la desaparición de los americanos que trabajaron para la Exposición Universal de Sevilla, del hallazgo de raras efigies en la ciudad romana de Itálica, de la intersección entre ambos sucedidos. Por aquellos días concluyó también mi trabajo de corrector en Diario 16, un sistema cibernético idiota me expulsó de su seno, poco antes de que Alberti acabara con él. Ahora y como cada verano desde hace unos años mi nuevo periódico me acoge, me invita a publicar un cuento. Pero desaparecen otros artistas extranjeros en el fragor de nuevas obras en la ciudad, y aparecen más estatuas curiosas en la penúltima excavación. Demasiados paralelismos son estos. Mejor será que cuente lo de entonces de nuevo. Alguien habrá que extrapole luego los datos y logre explicar lo que está ocurriendo hoy. Lo que sigue pues son aquellas pesquisas y aquel malestar mío de entonces. Lo escribí como un cuento, ya digo, supongo que para disimular mi enfado por el despido, así que como cuento lo dejo también ahora. Después de tantas vueltas a lo mismo ya nadie se podrá llamar a engaño, creo. Ahí va:

Conservo recuerdos muy buenos de mis cuatro años como corrector en Diario 16 Andalucía, vamos a decirlo desde el principio. Tengo en una cajita aparte algunos recuerdos menos buenos, recuerdos regulares y otros malos, pero son pocos comparados con los otros. De los recuerdos peores, además, se va encargando la memoria de limarles las aristas para que dejen de pinchar; se las ponen romas, redondeadas, como de dibujos infantiles. Ah, bueno, y me queda también un pico de esas prestaciones por desempleo que concede la Administración a los que como yo una reconversión tecnológica brutal los deja tirados en la calle. Eso por la parte oficial. Luego se me ha quedado también la manía curiosona por las noticias pequeñas, las que aparecen en las columnitas de los breves. Y me aprendo asimismo algunas sonrisas hipócritas de ciertos subjefecillos, las catalogo y las archivo en el recuerdo para huir de ellas como de las pestes, por si me las volviera a cruzar en el camino. Hay que fijarse bien en la curva del arco de compás que marcan algunos labios con la tangente de los dientes socarrones. También conservo amigos, como es obvio, buenos amigos, y copas con esos amigos, y brazos y manos de esos amigos que me ayudarían a subir las escaleras de mi casa alguna vez, si tuviese que echar mano del alcohol para olvidar.

Luego está el montón de historias, el rico anecdotario. La trastienda de la redacción de un periódico da para llenar páginas y páginas con curiosidades que se escapan a los que cada mañana se desayunan con dos docenas de titulares de la Garamond 49, tres docenas de la Baskerville II y una y media de la Rockwell seminegra, y que encima creen que han desayunado bien. No sé si me explico.

Curiosidades de la trastienda son por ejemplo que el horóscopo no llega a la hora del cierre y se lo inventa sobre la marcha el vigilante del edificio, un cowboy aficionado a las estrellas; que la noticia de los fuegos de artificio del cierre de Feria, que eran a la medianoche, ya la había corregido yo a las seis de la tarde, para ganar tiempo; que un equipo juega un partido de fútbol con dieciséis jugadores en la ficha y nadie se queja... Pero hay más: están las erratas que saltan a la página para guiñar a ciertos lectores (muchos buscaron en las últimas elecciones la papeleta del Partido Humorista para votar por fin a gente seria, sin sospechar del Partido Humanista, vestido para la ocasión por el departamento en pleno de corrección), y también las que provocan accidentes raros, curiosos. El sueño se apodera del corrector a altas horas de la noche, no se lo quitan ni tres laxantes cafés de la máquina, y su desatención permite que la Consejería de Cultura pierda la ese en el itinerario que cubre la noticia desde el teletipo hasta el desayuno en el bar del funcionario que hace el resumen de prensa al director general. Es una errata en apariencia divertida que provoca un fatal accidente: entre dos bocados a una tostada medio fría lee el funcionario lo de la Conejería de Cultura, con su conejero al frente, firmando el presupuesto para comprar los conejos. El corrector, en su duermevela, no puede sospechar que el tipo fallecerá por culpa de una corteza atascada en la tráquea cuando lea Conejería, sin ese, y se ponga por su cuenta a rumiar lo demás…

Pues todas estas delicias atesoro después de mis cuatro años, delicias que son más dulces aún cuando reparo en que además de ser tan inverosímiles, descacharrantes incluso, son completamente verdaderas. Si algún incrédulo pidiera corroboración del óbito de aquel funcionario, bastará con remitirlo a la página 28 del martes 13 de enero de 1987, donde no se ahorran los detalles escabrosos. El redactor brinda la oportunidad de que se pasen por alto sus propias disquisiciones y se alcancen sin rodeos las impresiones de primera mano del testigo principal, un aparcacoches que desayunaba al lado del tipo. Las impresiones aparecen resaltadas en bastardilla en la segunda columna de la izquierda, abajo.

Pero no es para revelar intimidades del medio por lo que ataco los folios en blanco con mis letras, Aldo Manuzio me libre. Lo que pretendo es demostrar que todo lo que cuente a partir de ahora es cierto y bien cierto, por más que algunos indicios tiendan a señalar justo lo contrario. No sé cómo desenredar la maraña de informaciones que he recopilado en estos meses, el marasmo de datos que ocupa mis neuronas todas y me tiene como anquilosadas las meninges. Debo encontrar un resquicio que me ayude a sacar definitivamente a la luz esta verdad que me explota ya en las manos.

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