Te quiero. No te perdono que no vengas a verme hoy. Te has adjudicado un mérito que me correspondía a mí. ¿Por qué no te pusiste el cinturón aquel día, imbécil? No me gusta cómo me hablas. Te equivocas si eliges ese trabajo. Esta noche no me apetece sexo. Debería haberle mandado ese WhatsApp. Creo que tratas mejor a mi hermana que a mí. Tú no vas a poder con estas oposiciones, son muy difíciles para ti. Deja de beber tanta cerveza. Siempre me has tenido envidia. Deberías ir al médico a mirarte eso. Dame las llaves de la moto y te acompaño a un taxi.

Hay frases que mucho me temo que ya quedarán por siempre en los abismos del silencio (y con la vergüenza, el orgullo o el odio por lápida). Porque la persona que debía escucharla ya no está entre nosotros o porque se perdió el contacto. Si yo pudiera inventar algo, sería un aparato recuperador de todas esas palabras nonatas que les diera la vida que no pudieron disfrutar (es que para la máquina del tiempo vi que había mucha cola).

Quién sabe, igual se podrían reciclar y darles su camino. Es que toda frase merece vivir desde el momento en que es pensada, aunque luego no sea parida. Habrían cambiado la historia, puede que hasta salvado vidas o relaciones. Y sé que me diréis que un sinfín de malas ideas pulularían entre nosotros, pero al menos podríamos tener localizados a los responsables de ellas, y el enemigo es más vulnerable cuando está señalado y se conocen sus planes. Obviamente, hace falta un filtro, social y moral, para relacionarse con las personas. Quizá (no lo sé seguro) todo no se deba decir. Aunque sí tengo claro que si la juventud siente vergüenza por expresar determinadas cuestiones, el paso del tiempo te recrimina todo lo que no dijiste o hiciste en su momento.

Puede que, de inventar esa maquinita, organizara ferias y convenciones con exhibiciones para la gente. Para que pudieran ver cómo serían los destinos de la gente si se tragaran esas frases o no, como en aquella peli de Gwyneth Paltrow, Dos vidas en un instante (Sliding Doors), cuando pierde el metro y cuando se sube. Pondría a disposición de quien viniera demostraciones gratuitas. Y me da que muchos, a pesar de ver sus efectos, sentirían miedo de adquirirla. Un miedo lícito, en todo caso.

También levantaría una ONG. Con ella redistribuiría, casi a modo de comedor social, todas las frases no pronunciadas para dárselas a quien necesitara escucharlas. Y quizá una mujer dejaría de ser violada o asesinada. O un adolescente no se estamparía con la moto. Evitaría que un ego se extraviase. O conseguiríamos que Helen Quilley, en lugar de dudar frente a un metro, fuera Walter Mitty viajando por Groenlandia o Islandia.

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