El sábado soñé algo que no sé si catalogaría de pesadilla. Era el día anterior al desconfinamiento. Por fin podíamos volver a pisar las benditas calles de Málaga. Sin restricciones, retomando la vida como la concebíamos. Al día siguiente amanecía nervioso, presto para salir. Pero despertaba ciego. Justo a las puertas de volver a enamorarme de mi ciudad, una doble oscuridad. Entonces pasé a desear una cuarentena eterna, para qué volver a una ciudad que ya nunca podría contemplar de nuevo. Semanas después, abandonado a la desidia y en coma emocional, mi familia conseguía arrastrarme a las calles.

El trayecto en coche resultaba un limbo absoluto, una ceguera mayor si cabe cuando has memorizado tantos recovecos circulando. De pronto, el fin de trayecto. Se apagan la música de la radio y los vanos intentos por animarme. Se abre la puerta. Y una caricia salada se deja caer rendida, como si llevara años apoyada sobre el metal ardiente del automóvil esperando a que le abrieran. Ya en la calle, sobre un firme aún moteado de ese rocío vespertino que resbalan de los últimos embates del Melillero, otro perfume se entrevera con el primero; son las primeras llamas en una barquilla que prepara la comunión fatua de varios espetos. La algarabía de unos niños, que rima con el eco de una pelota botando, recibe los coros de unas gaviotas que les sobrevuelan a cientos de metros, paseando dulcemente el lomo sobre esos rayos que a las seis de la tarde empiezan a pintar Málaga de sepia.

Tras varios minutos caminando con inseguridad del tenso brazo de mi hermano, la blandura húmeda del terreno me deja caerme sin miedo, apenas por un precipicio de un segundo que acaba en la arena. Me tumbo, extiendo el dorso de brazos y piernas como si quisiera romperlos. De pronto vuelvo a ver. No la realidad, sino la película de recuerdos que me golpea en diapositivas atropelladas. De la libertad que solo te concede la infancia, de besos furtivos en una playa nocturna, de una mirada infinita al reino de las musas.

Y pido andar y andar hasta la extenuación. Por un paseo marítimo de dos nombres pero una sola pasarela por la libertad. Y que abre la llave del vibrante nido de vida que emana desde calle Larios. Una ciudad dentro de la ciudad. Donde la sombra se ve porque se siente por cada poro de la piel. Incluso ya a esta hora, disfrazada de noche que embriaga con biznagas inesperadas. Y ya no quiero volver a casa, no quiero despertar. Porque es con la luna asomada sobre la Manquita cuando el silencio se deja oír en forma de su educada brisa marina, que vergonzosa sale a pasear solo cuando la miran los poetas y los amantes escondidos...

Llegados a este punto, he de confesar algo: no, no fue un sueño. Simplemente, me senté en el sofá y cerré los ojos para recordar cómo se vive aquí. Que si ser ciego en Granada es una pena, en Málaga es imposible.

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