CON un deseo secreto, maligno y puro de que no me gustara mucho, con una meditada estrategia de distancia y superioridad fui a ver Del revés, con la vocación de encontrar argumentos para apartarme de la opinión universal, del elogio masivo, de la crítica unánime, con el cosquilleo entretenidísimo de ir a la contra, de separarme, de impugnar la tendencia que prescribe mayoritariamente la asimilación de cualquier cosa de Pixar como una obra maestra, de disparar contra esa sintonía, contra esa casi obligación, de envilecer esa inercia con voluntad, con discurso y con la reivindicación del juicio individual, sobre todo cuando lleva a la soledad, el apartamiento, la excepción, la incomprensión, que es algo que me pone. En la ominosa tarde de julio, en el desvalido primer pase, en la sala casi vacía de la versión original con una niña rubita creo que inglesa que subía y bajaba los escalones como si estuviera en un parque de atracciones, deseé con colmillo y malaje, con pólvora de verano y perro viejo, que no me gustara o me gustara poco Del revés.

Pero fue imposible. Es una sinfonía emocional, brillante, imaginativa, empática, total. Cómo aceptar, cómo digerir el desarmante hallazgo de que todos estamos en esta película, porque todos hemos crecido, aprendido, sufrido en el proceso, todos nos hemos hecho mayores, hemos soportado el dolor del crecimiento como inevitable cláusula de desarrollo. Es tan buena, es tan compleja, es tan sencilla, es tan palpitante la película que resulta obsceno o injusto no decir mucho de ella. Pero quedémonos con un aspecto por su pertinente dimensión contracultural o contrasocial: la vindicación de la tristeza. En un mundo (occidental) ideológicamente condicionado por el inmaculado abecedario del buenismo, esta película subraya la elemental y para muchos reaccionaria disposición de que el crecimiento conlleva necesariamente tropezones, sufrimientos, desarraigos, de que la vida, en contra de lo que piensa la niñita rubia que va y viene, demasiado chica, no es un parque de atracciones, no es un algodón dulce que se puede ir comiendo aleatoria e indefinidamente. Caerse y levantarse y pensar y comprender y seguir y rectificar, eso es madurar, y así se refleja en esta película preciosa en la que reímos como niños y lloramos como niños y de la que salimos indecisamente transformados, deslumbrados, fragilizados y mejores, incluso más comprensivos con la niña prepúber que no ha dejado de dar por culo.

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