Parece que los actos del aniversario del atentado de Barcelona se han desarrollado con normalidad. Normal es que el independentismo no desaproveche la ocasión, por impropia que sea, para hablar de lo suyo. Es posible que hayan caído en la cuenta de que lo sucedido el año pasado los dejó demasiado en evidencia. Una prueba más de que lo peor del procés no son sus efectos políticos, sociales o económicos, sino su devastación moral.

Pero decir que lo sucedido tras ese atentado sólo se explica por la catadura moral del independentismo resulta algo simplista. Por desgracia no es la primera vez que se hace un uso miserable e indecente de una masacre terrorista en nuestro país. El atentado yihadista de Atocha del 11-M de 2004 causó 193 muertos. Fue una acción terrorista de una crueldad atroz. Algo que no impidió que fuese obscenamente instrumentalizado.

El Gobierno de Aznar, en lugar de unir al país, indignó a una opinión pública convencida de que le ocultaba la verdad: mantuvo tozudamente, por interés electoral, la inicial teoría de la autoría etarra a pesar de que las pruebas encontradas en las horas que siguieron al atentado abrían paso, de forma bastante concluyente, a la tesis de un atentado yihadista. Las consecuencias políticas son de todos conocidas. El Partido Popular reaccionó a su derrota de la peor forma posible: negando legitimidad al Gobierno y a las propias elecciones. Hasta años después los populares y su entorno mediático mantuvieron un relato, construido de bulos, medias verdades y hechos alternativos, según el cual socialistas, policías, fiscales, jueces, etc. estaban detrás de las bombas terroristas. Algo tan indecente como lo que ahora se puede oír en Cataluña. Teorías conspirativas sobre el CNI, la Policía Nacional, la Guardia Civil o la CIA, como autores intelectuales. O el mensaje subliminal en una pancarta con una foto del Rey saludando a un monarca árabe. Pero lo cierto es que los independentistas son tan inmorales como lo fueron entonces los que dicen ser su némesis. Aunque éstos no contaban con la poderosa maquinaria de comunicación, de medios públicos y privados, que controla el soberanismo para difundir sus mentiras. Pero el daño moral y el odio inoculado no fue menor entonces que ahora. Hasta el punto de tan siquiera aceptar la verdad judicial establecida en la correspondiente sentencia, de 31 de octubre de 2007, de la Audiencia Nacional.

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