Eduardo / Jordá

Al sol de agosto

En tránsito

04 de agosto 2013 - 01:00

ALBERT Camus, que pasó su infancia en un barrio miserable de Argel, viviendo en un edificio que no tenía baño ni electricidad ni agua corriente, decía que el sol del norte de África le había curado para siempre de la tentación de caer en el resentimiento. Y viendo cómo vivimos en el sur, no hay más remedio que darle la razón a Camus. El sol, el mar, las cervecitas heladas, la sandía al fresco en una neverita, las largas sobremesas familiares alrededor de una fuente de pescaíto frito, los niños que juegan en la playa mientras se comen una bolsa de gusanitos que acabará tirada en la arena, las conversaciones en la calle, los gritos en el mercado, la fe en un premio de la lotería o en la virgen de una ermita, la afición a los cotilleos y a los chistes: todo eso nos salva de caer en la desmoralización absoluta o en el pesimismo paralizante. Porque todos esos hábitos sociales nos permiten sobrellevar las circunstancias adversas con una conformidad y una presencia de ánimo que de otra forma serían inimaginables.

Por supuesto que estos mismos rasgos de carácter nos impulsan a tolerar con demasiada facilidad la corrupción o las malas prácticas políticas, pero al mismo tiempo nos impiden caer en la bancarrota emocional. O dicho de otro modo, lo que nos salva en la vida cotidiana es lo mismo que nos condena al fracaso como modelo social. Porque no es difícil saber de dónde vienen nuestra falta del sentido de la responsabilidad, o nuestra tendencia innata a escurrir el bulto, o nuestro desprecio hacia los investigadores y los científicos, o nuestros bajísimos índices de lectura, o nuestra incapacidad para construir una sociedad que de una forma u otra no dependa de las subvenciones y las ayudas institucionales. Todos esos defectos también proceden de nuestro culto al sol y a la buena vida. Y todo tiene un precio.

A veces me pregunto qué es mejor: si una sociedad austera de puritanos que sólo piensan en el trabajo y en la responsabilidad, o una sociedad hedonista en la que lo único que cuenta es el día a día más o menos llevadero porque el futuro está muy lejos y lo único que asusta es lo irreparable. Y la verdad es que no lo sé. Es difícil vivir en una sociedad regida por la severidad y el deber, pero al mismo tiempo es imposible que una sociedad que sólo se deja llevar por el amor a la buena vida consiga salir adelante en términos económicos. Ése es nuestro dilema. Y de momento seguimos tomando el sol, mientras la sandía se enfría en la neverita y las cervezas están en remojo.

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