La tribuna

José Luis García Ruiz

El sueldo de los políticos

CON cierta frecuencia leemos en los medios de comunicación informaciones diversas sobre el sueldo de los políticos. Una de las más recurrentes suele centrarse en lo intolerablemente insolidarios que son algunos colectivos a la hora de plantear determinadas reivindicaciones, siendo así que, se nos dice, ganan más que el mismísimo presidente del Gobierno o, en Andalucía, que el presidente de la Junta. La información, con ser cierta, no encierra sino media verdad y, por lo tanto, mucha demagogia.

Pues, ¿cómo es posible que el presidente de Gobierno tenga un salario que no excede del de los ejecutivos de segundo nivel de las grandes empresas y que sea asimismo sobrepasado incluso por los escalafones más altos de la función pública? Pues porque dicho sueldo no es sino dinero de bolsillo para fruslerías. Con dicho sueldo no se paga ninguno de los gastos que estructuralmente condicionan la vida de un español medio y por ello la comparación es injusta y demagógica. Si al sueldo sumamos los costes de la vivienda presidencial, del servicio (¿cuánto personal de servicio hay en La Moncloa? ) de transporte, de protocolo, de vacaciones (¿cuenta cuesta un veraneo en Doñana o en la Mareta), etc, veríamos fácilmente que estamos hablando de cantidades millonarias (en euros) y que el sueldo que publica el BOE no es sino la puntita del iceberg. Sería deseable, y mucho más acorde con una democracia madura, que todos conociésemos la consolidación de las partidas de gasto que confluyen en la presidencia del Gobierno para que pudiésemos hablar con propiedad de este asunto. Y no me refiero a la Presidencia de Gobierno como institución de la Administración Pública -asesores a cientos, funcionarios, infraestructura, fondos reservados, etc-, sino a la Presidencia de Gobierno en sentido estricto, es decir al ámbito personal y familiar del presidente del Gobierno.

Algunas de estas prebendas son también disfrutadas por otros altos cargos políticos respecto de los cuales se producen enormes zonas de sombras tanto para precisar sus retribuciones íntegras efectivas como su número, aunque no erraremos en contar por centenas, como consecuencia de la heterogeneidad de situaciones que se constatan en los ámbitos estatal, autonómico y local (provincial y municipal).

Un factor adicional a tener en cuenta es el de la injusticia comparativa de la distinta consideración fiscal, sobre todo fáctica, de estas partidas de sobresueldo en especie, que tienden a imputarse a cualquier español de a pie como parte de sus ingresos brutos mientras resultan fiscalmente invisibles para el cargo público.

Si descendemos en la escala de los cargos políticos nos encontramos con lo que yo identifico como los latisueldos. El cargo político, pongamos por caso un director general o el delegado provincial de una Consejería, tiene una retribución con la que vive y hace frente a los gastos de la vida cotidiana. Pero ¿cuál es el valor adicional de tener a su disposición un vehículo de alta gama al que sirven al menos dos chóferes, por aquello de los turnos, un pool de secretarias e, incluso, a veces hasta un jefe de gabinete, por no hablar de las tan comentadas visas y gastos de representación? Aquí ya podemos contar por miles mientras que un complemento de esa envergadura no lo encontramos, extramuros de la política, sino en los primerísimos directivos de unas docenas de grandes empresas. Es decir, los aspectos adicionales del salario que facilitan la vida de un gran ejecutivo se disfrutan en política desde niveles mucho más bajos o, dicho de otra forma, la austeridad en nuestra vida pública es mucho menor que en el sector privado.

Y, finalmente, una reflexión en relación a otros cargos políticos, aquí ya podemos multiplicar por diez el numero respecto de los anteriores, que no disfrutan de los latisueldos complementarios, pero que perciben unos emolumentos que, todos lo sabemos, en muchos casos son superiores a los que tendrían fuera de la vida pública, bien por doblarse o triplicarse el salario que recibían en su ocupación habitual, bien por la carencia de ocupación alguna anterior a la política. Esta situación tiene una parte positiva ya que el elevado número de integrantes de esta clase política secundaria produce estabilidad sociológica y atemperamiento de los antagonismos, pero, como en tantas otras cosas, el veneno está en la dosis. Y, al amparo de los 17 miniestados que hemos creado, el problema radica en discernir si podemos permitirnos el exceso al que se ha llegado.

Todo es, al final, un problema de cultura política. Desgraciadamente en este asunto, como en otros muchos, estamos en el estrato más bajo, en la que se denomina cultura política parroquial, tan distante del más alto o cultura política participativa. Pero una forma de subir peldaños es no rehuir estos temas y llamar a las cosas por su nombre.

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