calle larios

Pablo Bujalance

Los surcos del tiempo

Volver a Carranque, tan lejos de los escenarios luminosos del centro, significa reencontrar la existencia en su acepción más pura Ésa que esta ciudad ensimismada se empeña en olvidar

HAY una placeta en la esquina de las calles Virgen del Rocío y Virgen de la Caridad, a espaldas de un edificio antiguo del que sólo se ve una pared alta con algunas pintadas y colmada de basuras. Aparecen desperdigados algunos instrumentos de los que utilizan los mayores para ejercitarse, en desuso, silentes como abandonados allí, aunque en buen estado. Pero dos bancos de madera están partidos, desvencijados y cubiertos también de pintadas. En un tercero se sientan tres adolescentes con sus mochilas. Los tres arrojan golosinas a las palomas. Uno de los pájaros tiene una inesperada reacción violenta y los tres se asustan. Justo al lado, en otra placeta, hay un parque infantil con columpios, vacío y tampoco precisamente limpio. Subo por la calle Virgen del Rocío y llego a la Plaza de Pío XII. Son las dos de la tarde de un día lluvioso. Los alumnos del Colegio Santa María de los Ángeles salen de clase (los tres del banco han debido adelantarse) mientras unos operarios municipales proceden a la poda y mantenimiento de los árboles y plantas de la plaza. Los músicos de la Orquesta Filarmónica acaban de terminar también el ensayo y salen del local, algunos fuman sus cigarrillos con los instrumentos enfundados al hombro. Un hombre de unos cincuenta años, con el pelo cano muy sucio y vestido con una chaqueta de cuero marrón, cruza la plaza con dificultad, arrastrando una pierna que le produce una angustiosa cojera, mientras da sorbos a una lata de cerveza que lleva en la mano izquierda. La iglesia de San José Obrero luce espléndida aún tras la última reforma, pero algunas cosas parecen no haber cambiado en más de treinta años. Comparten aún la misma esquina el bar El Cordobés, repleto de jubilados que discuten sobre fútbol y donde pueden encontrarse caracoles en temporada; y la tienda de comestibles Pepe, con sus embutidos y artículos ultramarinos. Al otro lado de la plaza, en la calle Virgen de la Estrella, Casa Peláez sigue despachando bebidas, bien al por mayor o en su barra sostenida en penumbras. La hamburguesería Yogui, una de las primeras que abrió en la ciudad, cerró sin embargo: en la fachada del local cuelga el cartel de Se vende. Llega un aroma de pucheros y un crepitar de ollas: aquí manda la comida casera. Continúo la marcha por la calle Virgen del Rocío. La escuela en la que estudié de niño ya no existe: el primer módulo del antiguo Colegio Público Virgen del Rocío, en la calle Virgen de la Servita, es ahora la sede de la Organización Social de Ayuda Humanitaria; y el segundo, en la calle Virgen del Gran Poder, es ahora la Oficina de Extranjería de la Subdelegación del Gobierno. Pero, entre ambos, el entorno del mercado, que también tuvo su necesaria reforma, se mantiene anclado en un limbo en el que confluyen la memoria personal y el olvido general. El bar Mariloli sigue sirviendo churros madrileños, y en la otra acera el Mesón Huesca mantiene su singular ambiente. Algunas casas parecen haber sido reformadas, pero si hubo un plan al respecto se quedó a la mitad: otras muchas presentan fachadas consumidas, alféizares en riesgo de desprendimiento, estragos de la humedad, muros abatidos.

No hay un solo adorno navideño en todo el barrio. Leo en una red social que el Ayuntamiento puso un alumbrado rudimentario en un par de árboles y que los vecinos pidieron que lo retiraran por considerarlo peligroso. El Consistorio se ha negado tanto a reparar los bancos destrozados como a poner otros nuevos que los vecinos sí han pedido. Pregunto a una señora que viene del mercado con el carrito de la compra sin son frecuentes, como dicen, los cortes de luz en la vía pública. "Todas las noches", me responde. Entre Virgen del Rocío y Virgen del Gran Poder, un hombre mayor, muy moreno, con gorra de pana y porte atlético cruza la calle. Otro hombre que está sentado en una silla de lona a la puerta de un bar le reclama: "¡Antonio! ¿Has comido ya?". Antonio responde que ha estado ocupado con la pintura. Lleva dos bolsas cargadas de pimientos, y entra en una casa presidida por una placa del Real Madrid. Dentro del mismo bar, dos jóvenes con el pelo largo, aire lacio y lengua de melopea discuten sobre si la Policía tiene el historial completo de todos los ciudadanos o no lo tiene. Un joven de unos veinte años discute cerca con su madre, gruesa y paciente, ataviada con un delantal: ella le cuenta lo que ha dicho el fiscal de un juicio pendiente. Él se enfada. Sigue lloviendo. Agua y tiempo comparten los mismos surcos.

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