Hoy no es el Día de la Hispanidad ni de Andalucía, no hay golpes de pecho rojigualdas o reivindicaciones blanquiverdes. Mi patriotismo es la fortuna de tener dos pies que han pisado tantas tierras diferentes y la ambición de querer mirar el sol desde un sinfín de puntos cardinales más. Si yo sellara los pasaportes, todo ser humano tendría barra libre de paseos por una Pangea sin continentes y con contenido. Reconvertiría las fronteras en puentes. Y las nacionalidades serían como las canciones: cada día querrías conocer una nueva, o no saber cuál elegir.

Pero si no tuviera más remedio que elegir una patria, si las alas fueran anclas, ningún sitio mejor que la playa. Al menos el encierro sería de puertas abiertas. El horizonte siempre sería salida de emergencia. La orilla un atajo; la arena, cama y carretera. El mar, una diaria elección entre bautizarte o hacer el muerto. Si alguien quisiera apresarme en un mapa, mi tierra sería el mar.

Si el infinito eligiera una piel, si la eternidad se hiciera verbo, vivir en la playa sería su profeta. El lugar recomendado para todas las edades. Donde los niños construyen sus sueños con cubos de arena y los viejos entierran sus miedos entre libros y paseos. Donde los jóvenes le piden a la luna que les guarde el secreto de sus romances y los adultos solicitan al sol la cura de un amor perdido.

La playa es democrática, feminista y laica. Allí la única discriminación es el color del bañador. El alcalde es un faro (en Málaga tenemos la suerte de que sea una alcaldesa) que da la bienvenida y no pide aduana a quien busca desesperadamente una orilla y una vida. No hay más dios que sentirse libre y la única oración que se proclama es tu premeditado silencio mirando al mar.

Su himno es un canto de libertad. A veces interpretado por un coro de risas y chapoteos. Otras, por una filarmónica de gaviotas impredecibles. Siempre con el arrullo de olas que rompen en la orilla y remiendan en el alma. Su bandera es horizontal, el espejo en movimiento del mar mirando al cielo, y cada día tiene el color que le dé la gana al sol cuando atraviesa el alma de las nubes con los últimos rayos de su fábrica.

La playa es gratis y no tiene precio. Cualquier toalla se puede poner en el suelo sin hipotecas y sobre ella se pueden aparcar las penas que te ahogan a diario, que allí solo son ahogadillas. Las familias que se llevan sus problemas a la playa allí les dan la vuelta a la tortilla a la hora de comer. Las guerras solo son de arena, porque hay tanta paz que uno se lo pasa bomba. No verás más armas que balones de playa y no hacen falta más escudos protectores que la crema solar. Pero cuenta con un ejército de niños que al correr por la orilla disparan mortales ganas de vivir.

En la playa no duelen la cabeza ni el estómago, y las resacas se alivian pasadas por agua, porque el agua del mar embriaga. La playa cura, sin necesidad de sacerdotes. La playa es un altar con los pies en el suelo. Y en el mar no hay miedo a tocar fondo. En la playa no existen reservados, y los tímidos se entregan sin reservas a los besos que atestigua la luna. Los adultos no ven la hora de llegar y los niños siempre están a tiempo de darse otro baño. Porque en la playa los relojes se tumban en la arena a ver qué pasa.

El ser humano sigue enfrentándose por sus tierras, las prometidas y las que están por prometer. Seguirá reivindicando sus fronteras y llenando los mapas de cicatrices. Atiendo a naciones y no a otras nociones. Porque hay la mar de tierras. Pero mi tierra es la mar. Huérfana de patrias e hija de la madre naturaleza.

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