SUPE que amaba el desierto del norte de Chile cuando visité las ruinas de una antigua ciudad minera, la Oficina Chacabuco, que se levantaba en medio de ninguna parte. Vi las casas de los mineros, el teatro, el cine, la escuela (todavía se veían los bancos de los niños y un fragmento de pizarra), el hotel donde se alojaban los visitantes que llegaban del lejano Sur y la casa de los ingenieros, en la que aún se alcanzaban a ver, sobre una costra de tierra recalentada, los restos de lo que había sido una pista de tenis. Iba conmigo una mujer, Vicky Saavedra, que había nacido en una de aquellas colonias mineras. Escarbando en el suelo, Vicky encontró dos canicas de barro con las que habían jugado los niños como ella, sesenta años atrás, cuando allí había una ciudad y en el cine se proyectaban las películas de Buster Keaton y del Gordo y el Flaco.

Copiapó, donde ahora se han quedado enterrados treinta mineros a setecientos metros de profundidad, está en el mismo desierto de Atacama. Allí no llueve casi nunca y hace un calor tan seco que la luz casi te hace daño en los ojos. No es por casualidad que el mejor observatorio astronómico del mundo se levanta en uno de los cerros de los Andes, en ese paisaje desértico en el que sólo se ven carreteras interminables y cruces fabricadas con placas de matrícula que señalan los lugares en los que se ha estrellado un camión cargado de combustible. Por la noche las temperaturas descienden varios grados bajo cero, y los contrastes términos son tan brutales que las rocas se desintegran más deprisa que en ningún otro clima. Hay gente que odia el paisaje del desierto. Yo lo considero uno de los más bellos que he visto nunca.

No me quiero ni imaginar lo que se siente cuando estás enterrado a setecientos metros de profundidad. Algo así vivieron hace diez años los marineros rusos del submarino Kursk, sólo que ninguno de ellos vivió para contarlo. "Quedamos dieciséis. Nos hemos refugiado en el compartimiento número cuatro. Escribo esto a la luz de una linterna", escribió uno de los oficiales del submarino en una nota que logró ser rescatada (y que debería figurar en la historia de la literatura de terror). No sé si se podrá rescatar a estos treinta mineros de Copiapó. Vemos sus caras en una cámara que no sé cómo consigue atravesar la tierra, y sabemos lo poco que tienen para comer, y nos imaginamos la angustia y el miedo que sienten -porque hasta dentro de tres meses no se podrá encontrar una vía de rescate-, pero eso es todo. Nosotros estamos arriba, mientras que ellos están abajo, sin luz, sin espacio, sin comida, sin aire. Y quizá sin una linterna siquiera, o un pedazo de papel, para que alguien escriba que han tenido que refugiarse en la galería número cuatro.

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