En ocasiones anteriores, y como puntadas de un mismo hilván, me he referido a la necesidad de potenciar la propia individualidad, a la exigencia de elaborar criterios personales y al deber, moral y social, de transmitirlos. Hoy, en aparente contradicción, quiero detenerme en el valor que el silencio alcanza durante todo este proceso por el cual hemos de autoafirmarnos y reivindicarnos como sujetos proactivos de la historia. En realidad, el silencio no sólo no se opone a tal propósito, sino que se presenta como condición inexcusable en cada una de sus fases. Es, digámoslo así, la urdimbre sobre la que se concretiza la trama, el lienzo que soporta y enmarca cuanto en él logra plasmarse.

En la búsqueda de un yo diferenciado, primer tramo del camino, el silencio es la mejor manera de encontrarse a uno mismo, de hallar el caudal de virtudes y defectos que constituyen tu esencia y te singularizan en la colectividad. Frente al perpetuo zumbido que nos invita a diluirnos, la introspección subjetivadora brota cuando éste cesa, cuando somos capaces de ensimismarnos y desoír tantos insidiosos y alienantes cantos de sirena.

Algo similar ocurre en la afanosa labor de pensar sin prejuicios, Si uno aspira a ser luz y no espejo, ha de desatender el cúmulo de ideas confusas, prefabricadas, tendenciosas o superfluas que conforman el fárrago unificador ahora triunfante. No es fácil, lo reconozco. La consigna abriga, aleja el temor a la soledad y evita el riesgo de una disidencia vituperada. Pero quien no quiera vivir una vida que le dictan, tendrá que transitar por sendas tan aisladas y silentes como orgullosamente suyas.

Y al fin, si de la obligación de opinar hablamos, ¿cómo cumplirla sin un escrupuloso respeto de las pausas reflexivas? El silencio propio, que permite la escucha y la comprensión de lo que el otro argumenta, se convierte de este modo en la respiración misma de la dialéctica, en el aliento que la hace factible, útil y constructiva. Ello sin olvidar que, aun carente de sonoridad, aquél, el silencio, tiene también un alto poder comunicativo, articula un lenguaje pleno de matices, efectos y sentido.

Decía el cardenal Robert Sarah que lo verdaderamente importante acontece siempre en silencio. De esa forma, silenciosamente, corre la sangre por nuestras venas. Y también, cómo no, así, sin ruido, vamos aprendiendo y enseñando, aportándole al mundo lo qué de irrepetible cada cual tiene, averigua y es.

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