La montera

Mariló Montero

La verdad amenaza, no quiebra

CADA día que abro el periódico crece mi entusiasmo por conocer la última aventura protagonizada por Nicolas Sarkozy. Alcanzaría altos niveles de sinceridad si me confesara ante usted al decir que últimamente empiezo a leer el periódico no por el final o la portada, sino por las páginas de internacional. Me leo hasta los especiales de fin de semana donde cuentan que Sarko fue un niño despreciado por su padre, padeció de celos por el atractivo de su hermano o el amor platónico que siente por su madre. Lo mismo me gusta leer que el presidente francés se ha propuesto examinar a sus ministros y suspenderles cuando no alcancen sus objetivos como ver su habilidosa manera de lidiar las inquisitorias preguntas de periodistas, presuntamente políticos, que como primera cuestión le plantean su futurible matrimonio con Carla Bruni. Corren ríos de tinta sobre su nueva relación, ríos de tinta negra que por desgaste van transparentando poco a poco el detonante de la indignación de muchos columnistas, varones, que por sus amores lo descalifican. Entre ellas me quedo con la de que "Sarkozy no es un mandatario serio" y "no es un hombre entregado a la política".

Me divierte la indignación de los hombres que recriminan al presidente francés el que se haya echado una novia -cantante, sensual, con parecido físico a su ex, quien ha declarado que permite la infidelidad en una pareja- con la que pasea de la mano, sin ocultarse, por Disney o Luxor. La hipocresía de estas críticas revela la realidad del por qué surgen: y es que Sarko ha roto el pacto nunca escrito, pero siempre refrendado entre los hombres, que mantiene que una infidelidad ha de negarse siempre aunque sufras la tortura kafkiana en La colina penitenciaria. Acusan a Sarko de no ser un mandatario serio, de ser indigno o frívolo por tener una novia con la que pasea con pecho palomo allá donde vaya, con la que comparte ya Elíseo y la que le ha otorgado una envidiada tercera juventud. El contrapunto, disfrazando la mentira, lo pusieron François Mitterrand, quien tuvo una hija fuera de su matrimonio, o Jacques Chirac, que durante su mandato fingió tener un maridaje ejemplar. Sarko se comprometió a decir la verdad, porque, como diría Cervantes, la verdad adelgaza, pero no quiebra. Lo aceptable no es fingir un matrimonio ejemplar para ganar votos, sino mostrar la verdad de quien es un hombre libre, enamorado, sin menoscabo de sus responsabilidades gubernativas. Que tire la primera piedra quien se haya visto incapacitado a trabajar al día siguiente de una noche a la luz de las velas o cuando tiemblan las paredes. Más al contrario, el enamoramiento inspira hacia el bien tus actos. París, como la verdad, mon amour, no quiebra.

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