La tribuna

Francisco Núñez Roldán

Los viejos tiempos

HACE unos días, en una emisora de radio, el consejero de Cultura de Cataluña dijo que la obligación de doblar películas extranjeras al catalán por ley no tendría "por qué escandalizar a nadie, ya que en 1942 el régimen franquista promulgó una ley obligando el doblaje en castellano" (sic). Para mi sorpresa y frustración, el periodista que le entrevistaba no decidió replicarle, en el sentido de recordar que la ley aprobada por el Parlamento de Cataluña, con los votos de la izquierda socialista y republicana, persigue lo mismo que la ley franquista: poner un filtro de censura textual al original de la película y aplicar una política de exaltación nacionalista de una lengua.

Y tampoco le recordó que bastaba con subtitular en catalán para reparar los dos males, pues se habría permitido escuchar libremente los diálogos en el original, evitando la imposición, por muy democrática que parezca, de una lengua sobre cualquier otra. Los jóvenes catalanes (y los andaluces) que no saben del franquismo más que por las lecciones del bachillerato, deben conocer también estas sórdidas coincidencias entre la izquierda actual y la del pasado franquista (me refiero a la Falange). Porque esas coincidencias se repiten en otros ámbitos.

La fuga de cerebros, por ejemplo, fue una triste realidad del franquismo que ha vuelto también por obra de políticos que se dicen socialistas. Ya sabemos que la clase gubernamental franquista odiaba la inteligencia (recuérdese a Millán Astray frente a Unamuno) y eso explica que depuraran las universidades de elementos indeseables (léase científicos de primer nivel) o que, simplemente con la excusa de decir que la ciencia era enemiga de la fe, obligaran a los que querían hacerla a irse al extranjero. El resultado fue la fuga de cerebros.

Al llegar la democracia se convino en su regreso como reparación de uno de los males del franquismo. En estos días, con la excusa de la crisis, la Consejería de Innovación ha dado instrucciones a los rectorados de las universidades andaluzas para que no se contrate como profesores a aquellos jóvenes de mayor capacidad y excelencia demostrada que, habiendo finalizado su beca de investigación predoctoral, quieran acceder a un contrato laboral estable (poco más de 1.300 euros al mes). El resultado es que muchos de ellos han optado por irse a EEUU, cuyo Gobierno no ha invertido ni un dólar en su formación, aunque está dispuesto a ofrecerles lo que piden: magníficas condiciones de trabajo en sus universidades y reconocimiento intelectual, social y político.

Así pues, los jóvenes andaluces han de conocer que, además de las tribulaciones de la guerra, de la posguerra y de la dictadura, no hubo nada más asociado con el franquismo que el exilio de las inteligencias más lúcidas de los años 30 y los 40. Incapaces de dar soluciones nuevas a un problema viejo, estos gobernantes de ahora acusan a los que se van, a nuestros exiliados científicos, de traidores a Andalucía, es decir, a la patria, como he oído decir en la radio a un político andaluz. Mayor cinismo no cabe, o mayor franquismo. Mientras a sus jóvenes cachorros del partido o a sus allegados y familiares los contratan para ocupar un puesto de trabajo, sin previa competencia ni concurso oposición, en las trescientas empresas públicas andaluzas, los más preparados de nuestros jóvenes, los más acreditados, tienen que exiliarse, castigados por sus gobernantes, mediocres y resentidos de su excelencia.

La mejor manera de combatir los efectos políticos y electorales de esta realidad es negándola o ignorándola desde los medios oficiales con mucha propaganda, es decir, con mucha mentira o distrayendo a la opinión pública con viejos recursos, mucho fútbol, mucha copla y subvenciones por doquier. Invito a leer las opiniones de la izquierda oficial en revistas antifranquistas tan prestigiosas como Triunfo o Cuadernos para el Diálogo para probar hasta qué punto se acusaba al régimen anterior de utilizar esos dos opios del pueblo distrayendo su atención de los males del país, el peor de los cuales era la falta de libertad. Pues bien, aquellos que tanto protestaban por las consecuencias anestésicas del fútbol, de la charanga y de la pandereta, son ahora los promotores más fervorosos de esos espectáculos.

La ministra de Cultura dice, por ejemplo, que el fútbol es cultura. Y digo yo que también lo sería antes. En el último decenio, el número de horas y de programas que la televisión pública ha dedicado al fútbol (especialmente al Real Madrid, el equipo de Franco) o a la copla en su vertiente andaluza (véase Canal Sur) o moderna (todas las operaciones triunfos), revela que los viejos tiempos no han vuelto. Simplemente no se han ido.

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