El virus más peligroso

Me temo que el periodista tenga ahora como primera obligación descubrir las noticias falsas que se difunden

Siempre al acabar el año, en esa obsesión por los balances que a la postre nos dan la oportunidad periódica de arrancar cada 1 de enero como si el pasado no existiera o fuera una simple referencia numérica, se abre un debate sobre las palabras que se han utilizado con mayor profusión o han aparecido con fuerza. El bitcoin o la criptomoneda, desde luego se han asomado entre esos neologismos. Pero hay vocablos con centenaria tradición que, en este caso, desafortunadamente por la acepción que se les ha dado, han centrado muchas de nuestras conversaciones durante 2017. Y uno de ellos, evidentemente, es la palabra república, dotada de una connotación semántica cercana al maná, sólo que, esta vez, no existe travesía del desierto para clamar por el milagro ni pueblo oprimido que necesite esa procesión. Todo lo contrario.

Pero más que las palabras y los significados que adquieren en los contextos en que se utilizan, me preocupa el alcance social de convivir cada vez más con dos términos antagónicos: la verdad y la mentira. Siempre sucedió así, pero, en mi opinión, creo que hasta ahora resultaba más fácil descubrir las falsedades, o el sistema procuraba que las adivináramos con relativa facilidad. Ahora no lo pienso.

Como periodistas, estamos ante nuestra gran oportunidad para justificar nuestra profesión, diezmada en credibilidad por errores propios y por la necesidad de subsistencia frente a una tormenta perfecta. Hay que demostrar que somos el flotador al que asirse con seguridad. Pero nuestra misión es contar historias, aproximarnos a la verdad con honradez, influir ante el poder para variar algunos de sus designios, criticar y enfrentarnos a las múltiples injusticias que se suceden; convertirnos en el Pepito Grillo que toda sociedad necesita para avanzar, siendo conscientes de que no somos el último mohicano de la tribu. Todo lo contrario. Si sabemos emplear las herramientas de que disponemos, podemos hacer que las cosas cambien. Pero hora, en este mundo de bulos o fakes en el que se ha inventado la postverdad, la primera obligación es detectar qué sucede en el universo de las redes para proteger a sus usuarios. Para descubrirles, tiempo después, que los hechos que han dado por ciertos en realidad eran falsos.

Lo vemos con cualquier noticia de impacto que se convierte en viral. Un objetivo al que, equivocadamente, también aspiramos la mayoría de medios en ese lucha por acumular audiencia a cualquier precio. Viral es un adjetivo derivado de virus. Y sólo hay que acudir a un médico de cabecera para saber que si ése es el diagnóstico, no hay antibiótico capaz de combatirlo. Pero, al menos, en general, se sabe que su efecto es limitado en el tiempo. Y tal como llega, se va. Me temo que no es el caso.

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