Juan Carlos I regresa fugazmente a España, a una regata gallega y a un breve encuentro con su hijo, en Madrid, tras dos años 'exiliado' en Abu Dabi, con sus escándalos sentimentales y financieros de los últimos tiempos que han ensombrecido su trayectoria histórica en la restauración y defensa de la democracia que nos ha permitido vivir 40 años de libertad y desarrollo, y su papel en la marca de un nuevo país democrático, al que en sus viajes ha impulsado inversiones extranjeras que, según estudios publicados, superan los cien mil millones. A pesar de muchos indicios, legalmente, no tiene causas pendientes en España que le impidan venir cuando crea oportuno, aunque su presencia incomode a la propia institución monárquica, cuidada con esmero por el actual sucesor Felipe VI. De todas formas, el Emérito debe una explicación a los españoles.

Es normal la existencia en España de partidos políticos que estén a favor de la monarquía o prefieran la república. Ambas opciones son legítimas, como es natural, siempre que se hable de monarquía parlamentaria y república democrática. Europa es reflejo de ambas, pero al margen de las preferencias, creo que los ciudadanos, mayoritariamente, rechazan que la jefatura del Estado -que no tiene a su mano acciones gobernantes, sino de representación al más alto nivel- dependa, cada periodo electoral, de esa pelea encarnizada que ofrecen los partidos políticos, a veces nauseabunda. La monarquía parlamentaria marcada en nuestra Constitución se aprobó por abrumadora mayoría y así seguiremos por mucho tiempo, si no hay terremotos políticos y sociales, a pesar incluso de zancadillas de los propios representantes de la Institución, como ha ocurrido en los últimos tiempos con Juan Carlos I. Sin ser monárquicos muchos pensamos que se reserva mejor la estabilidad -sobre todo en un país como el nuestro de tantos fratricidas desencuentros- si la máxima jefatura del Estado está alejada de esos enfrentamientos y se mantiene, con el control parlamentario y jurídico, al margen de la feroz lucha política y sólo acude en momentos puntuales cuando peligra esa estabilidad, como ocurrió en el intento de golpe de Estado del 23-F, abortado por un Rey -Juan Carlos I- al que las Fuerzas Armadas debían obediencia y, posteriormente, cuando su sucesor, Felipe VI, tuvo que hacer un llamamiento a los golpistas catalanes, a pesar de que fuese denostado e insultado por estos enemigos de la integridad territorial de España que, hoy, figuran como socios del actual Gobierno.

El regreso por unos días de Juan Carlos I es signo de una humanitaria normalidad institucional. Por la edad del Emérito sería abominable que solo hubiera vuelto para ser enterrado en el panteón de los Reyes del Escorial.

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