Afirmaba Albert Camus que no hay muerte más absurda que la que acarrea un accidente de tráfico, y tenía razón. Lo paradójico es que el mismo autor de El extranjero murió estrellado en un automóvil que se salió de la carretera; su ejemplo nos permite reflexionar sobre la evidencia de que si dotar de sentido a la vida es un ejercicio extraño, como una corrida de toros en una pista de patinaje sobre hielo, intentar hacer lo mismo con la muerte es directamente ridículo. Aunque quien mejor escribió sobre todo esto fue J. G. Ballard en Crash, aquella novela satírica de ciencia-ficción en la que los protagonistas experimentaban una crecida implacable del deseo sexual a base de propinarse cebollazos en sus vehículos, y que con su habitual tono enfermizo llevó al cine David Cronenberg. Los personajes de Ballard son ciertamente ridículos, pero por esa misma razón son poderosamente humanos, y es esa humanidad transparente y diáfana, exenta de propósito y mediación intelectual, la que los convierte en monstruos a ojos habituales. Hay algo distópico en el hecho de que la provincia de Málaga haya cerrado el año 2019 con el doble de fallecidos en accidentes de tráfico respecto a 2018, 34 ahora frente a los 19 de entonces, mientras la tendencia en toda España se da a la baja hasta alcanzar mínimos históricos. Como si una maldición milenaria pesara sobre este territorio, condenado a ver a los suyos machacados bajo los hierros con una tendencia creciente. Al abordar esta cuestión nos sentamos, sin remedio, en la mesa de la fatalidad: que contemos más muertos ahora que hace un año tiene que ver, en gran medida, con la mala suerte, con malas decisiones que con solo un segundo de margen podrían desembocar en consecuencias bien distintas. Es complicado repartir culpas: quedan, todavía, puntos negros en algunas carreteras de la provincia, pero lo cierto es que Málaga está bien conectada y que en lo que a infraestructuras se refiere no hay razones, a priori, para tan funesta incidencia. O no debería.

No obstante, los detalles nos revelan que el 40% de los siniestros tienen que ver con distracciones al volante, también cuando los fallecidos son motoristas (un 32% de los casos). Y sí, basta asomarse a la carretera cualquier día para comprobar que todavía son muchos los que conducen distraídos, principalmente por la incapacidad de dejar en paz teléfono móvil mientras se está al volante. El absurdo, entonces, queda multiplicado: que haya gente que muera y mate por mantener una conversación que perfectamente puede tener lugar en otro momento nos convierte en seres abúlicos, prescindibles, sin alma. Lo tremendo es que tanta gente presuntamente segura de sí misma sea incapaz de comprender que cuando se sube a un coche se está jugando la vida, y que el respeto a la integridad propia y la del otro es una obligación sagrada. Igual hay cosas fundamentales que dábamos por sabidas y a las que tenemos que volver con urgencia. No es poco lo que hay en juego.

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