LA razón por la que Málaga parece tan sospechosamente amable al regreso de una buena temporada sin pisarla constituye un misterio. Después de un mes haciendo del ocio rutina en otros paisajes, las calles se extienden con una disposición más silenciosa de lo que la memoria recuerda, más ordenada, más pulcra. Hay un aire de novedad en cada mínima intervención al aire libre, una zanja que antes no estaba, una señal inaudita para el tráfico peatonal, aunque en el fondo la razón comprenda que todo sigue igual, que no ha sido tanta la distancia, que harán falta mucho más océano y mucho más divorcio para que a la vuelta la ciudad sea ciertamente otra. Debe ser que este agosto no he pisado la Feria, pero hasta las personas me parecen más atentas, los mismos encargados de los mismos establecimientos revelan un mayor esfuerzo para satisfacer los deseos ajenos. Se respira una placidez tibia, especialmente si se visitan los lugares de la infancia. Y cuando uno quiere creer que cualquier vía del centro está más limpia de lo que habitualmente ocurre, casi tiene la ilusión de pensar que la ciudad ha cambiado. Para bien.

Pero no. No es la ciudad la que cambia, sino uno mismo cuando se bate en retirada. Sorprende la inocencia engañosa que pueden llegar a cobrar los ojos después de un mes, y qué es un mes, en otra parte. El cambio, de cualquier forma, dura lo justo: de hecho, ya en estas primeras luces de septiembre, con la tarde cortada en tan severos tajos, toca admitir que la ilusión se verá derrotada en cualquier momento, al torcer la siguiente esquina, ahora. La Málaga que menos me gusta y la que sin embargo me tiene más atado, la merdellona, la que mira a otro lado y exhala su pobre orgullo cuando la cultura llama a su puerta, la que arroja el primer envoltorio a la acera segura de que ya lo recogerá alguien, y si no ahí se queda, la que grita cuando quiere hablar, la prometida en mil proyectos nunca acabados, existe. Dura. Por muy lejos que uno huya.

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