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En apenas unos pocos días España ha asistido, entre el cansancio y el hastío, a cómo el líder de Vox hablaba de colgar al presidente del Gobierno por los pies, evocando la célebre fotografía de Mussolini tras su ejecución por los partisanos. Apenas dos días después, la portavoz de partido que ha sido clave para la investidura de Pedro Sánchez, y que va a ser el principal beneficiario de la amnistía, proclamaba desde la tribuna del Congreso la lista de los jueces que deberían ser depurados y sentados en el banquillo porque instruyeron causas a los principales responsables del intento secesionista de 2017 en Cataluña. A la altura del miércoles, el partido que gobierna España entregaba la ciudad de Pamplona a la formación política de la izquierda separatista que impulsó y ayudó a ETA y que está dirigida por un dirigente reconocido de esa banda terrorista. A cualquier observador de este panorama, expuesto así, en su conjunto, le parecerá impropio de una democracia consolidada y asentada y se le asemejará más al de un país con un sistema altamente inestable. Y no se equivocará. Este nivel de conflictividad, que da lugar a barbaridades como las descritas, degrada la calidad de la democracia y tiene su origen en la imposibilidad que existe en España para que haya un diálogo medianamente fluido entre las dos fuerzas políticas sistémicas que representan a la inmensa mayoría del país. En una democracia avanzada, Alemania es un ejemplo, los grandes acuerdos que desbloquean los conflictos enquistados se buscan desde el centro. Aquí se ha optado por buscar acuerdos siempre desde los extremos, tanto por el PP como por el PSOE. La política de frentes, basta echar una ojeada a la convulsa historia del siglo XX, nunca ha traído nada bueno. España está cayendo en todos los vicios del frentismo.
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