Tribuna

emilio guichot

Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Sevilla

Discursos y realidades

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Discursos y realidades / rosell

Nuestras sociedades se han conformado sobre las premisas y conquistas del liberalismo y el socialismo democrático hasta tal punto que las damos por asumidas: las libertades y derechos frente al Estado y la misión del Estado de hacer que sean reales y efectivos; el derecho de propiedad y la libertad de empresa compatibilizados con un importante peso del sector público y una altas dosis de regulación; sanidad, educación o pensiones públicas... Todo ello lo consagró ese "superado" texto llamado Constitución de 1978 y sigue manteniendo un notable consenso. Tampoco la pertenencia a la Unión Europea, prefigurada también en la Constitución, suscita en España el debate que actualmente genera en países tan próximos como Italia o Francia.

Sin embargo, el discurso político va por otros derroteros. Resulta poco seductor y complejo debatir con datos y números; es más efectivo y sencillo tratar de encasillar al rival electoral, con justicia y argumentos o sin ellos, en un extremo del espectro político con el que al votante no le resulte atractivo verse asociado, a veces con afirmaciones que da pudor escuchar. Y ello aun cuando muchas líneas programáticas, sobre todo en los partidos que lindan entre sí en el arco ideológico, sean intercambiables, como demuestran los diferentes pactos alcanzados por Ciudadanos con el PSOE y el PP en el nivel estatal (no sólo con el difunto Rajoy; el propio Sánchez alcanzó un pacto de investidura con Rivera, frustrado por falta de otros apoyos) y autonómico (en Andalucía, con una ejecución balsámica hasta el momento) o el apoyo de Podemos a la moción de censura del PSOE y sus acuerdos autonómicos. Pero, ¿cómo sienten los españoles? Los datos del CIS constatan que la respuesta mayoritaria cuando se les pregunta por su autopercepción, por encima de las categorías preestablecidas (conservador, progresista, liberal…), es "no sabe", y que la mayoría se sitúa en la parte central del arco ideológico, con un cierto escoramiento a la izquierda y una huida cada vez mayor de los extremos, lo que explica que las elecciones sean para los partidos mayoritarios una batalla por conquistar el centro y situar a los demás en los extremos. Ahora bien, la ciudadanía está cansada de esta dialéctica: como refleja el CIS, la corrupción y el fraude y los propios partidos políticos, los políticos y la política se perciben como los principales problemas de España, tras al paro y por encima de la situación económica; la inmensa mayoría considera la situación política mala o muy mala e igual o peor que la del año anterior, y el nivel de valoración y confianza de los políticos es abisal.

En este juego de discursos distanciados y programas que no lo están tanto, ha irrumpido con fuerza el tema de la organización del Estado, que genera conflictos a la hora de ubicarse. Porque la lógica de la igualdad, que implica, por ejemplo, que todos los ciudadanos reciban un mismo nivel de servicios públicos con independencia de dónde vivan o que todos los niños puedan estudiar en su lengua materna y tengan así las mismas posibilidades de éxito educativo, si no un patrimonio, sí ha sido una bandera tradicional de la izquierda. No resulta extraño, pues, que este tema tensione a los partidos que se definen de izquierda y, en particular, desangre desde hace años al PSOE, con una clara divergencia entre su postura tradicional (representada, entre otros, por sus viejos líderes o por el PSOE-A, que capitanea la apuesta por un modelo federal simétrico) y las veladas demandas de territorialización de la financiación o las políticas de inmersión lingüística practicadas en otras comunidades con su anuencia o protagonismo. Vista la sangría de votos a nivel estatal, más pronunciada en Cataluña y contrastando con el auge de un partido, Ciudadanos, nacido precisamente como reacción al nacionalismo catalán, son previsibles futuras tensiones internas en el PSOE a cuenta de la financiación autonómica y, en su caso, de la reforma constitucional. De nuevo convendría reparar en cómo sienten los españoles, que, según el CIS, son mayoritariamente favorables a mantener el Estado de las Autonomías, y, entre los que prefieren cambios, los partidarios de más centralismo superan a los contrarios. Igualmente, una mayoría se sienten tan españoles como de su comunidad autónoma, y en el resto redominan los que se sienten sólo o más españoles.

Cuando haya elecciones, el partido que se sitúe en línea con ese sentir y esas preocupaciones mayoritarias, que más se parezca a España, tendrá más facilidad para colocar su discurso: el que transmita capacidad para potenciar el crecimiento de empleo de calidad y luchar contra la corrupción, no cuestione los servicios públicos, no tensione la doble identidad española y autonómica ni profundice en la segunda en detrimento de la primera y, en fin, mantenga un discurso único y coherente al respecto. Por lo demás, parece adivinarse que necesitará pactar con los que el día antes habrán sido sus antagonistas.

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