Tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

Catedrático de Historia Moderna de la UCA

Gestas

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No resulta fácil renunciar a unir entre sí dos grandes gestas de la Humanidad, coincidentes en sus aniversarios. Nos referimos, claro está, a la vuelta al mundo llevada a cabo por Magallanes y Elcano en 1519 y a la llegada a la Luna de Armstrong, Collins y Aldrin en 1969. Estos últimos meses, han sido numerosos los relatos acerca de estos dos acontecimientos en los medios de comunicación, quizás, dada la proximidad en el tiempo, más los que se refieren al segundo que al primero. Ambos, sin embargo, significan dos poderosas hazañas, que merece la pena recordar.

Al margen de la diferencia cronológica entre una y otra, la llegada del hombre a la Luna supone, sobre todo, un importante triunfo de la ciencia y la tecnología, fruto de la lucha de la inteligencia humana por abrirse camino en el conocimiento de las leyes que rigen el cosmos y de su funcionamiento, al objeto de aprovecharlo en beneficio del propio hombre. Y el triunfo en este terreno es fruto a su vez de los presupuestos sobre los que se ha configurado nuestra civilización occidental: distinción entre el Creador y lo creado, que pasa a ser objeto de los trabajos e investigación del ser humano, y, como parte igualmente del proyecto divino, autonomía del hombre para perseguir el conocimiento de la verdad y perseverar en esta acción. Todo ello, a pesar de los obstáculos de diferente índole encontrados a lo largo de su historia.

En cambio, lo que sorprende de la circunnavegación del planeta es, sobre todo, el contraste entre la precariedad de los medios y el coraje y fortaleza de los participantes en ella para vencerla. Efectivamente, cuando seguimos con detenimiento el viaje de Magallanes y Elcano a través de los relatos de los contemporáneos (Pigafetta, Albo, Transilvano o Mafra) y del estudio de los documentos que generó la empresa, nos llama la atención las importantes carencias a que hubieron de hacer frente. Solo poseían un conocimiento muy parcial del itinerario a seguir; los instrumentos náuticos de comunicación y de navegación a su alcance, a pesar de los avances que habían experimentado en los albores del Renacimiento, no dejaban de ser una especie de juguetes, en comparación con los medios tecnológicos a disposición de los primeros visitantes de la Luna. Y otro tanto sucederá con el medio de transporte: meros cascarones de madera a merced de la imponente fuerza del mar, frente al sofisticado módulo, dotado hasta el mínimo detalle de todo género de instrumentos para la conexión, el alunizaje, la alimentación de los tripulantes o la defensa frente a las agresiones del medio.

Sin negar, pues, el coraje de unos y otros, cuando se conoce el desarrollo de la empresa, no cabe duda que la valentía y el arrojo de los hombres de las cinco naos que acompañaron a Magallanes y Elcano son inconmensurables y a prueba de cualquier tipo de adversidad. No es raro, por tanto, que nos inciten a preguntarnos acerca de la madera de que estaban hechos estos marinos y sus marineros, sobre todo si los comparamos, no ya con los viajeros del Apolo, sino con el hombre melindroso, obsesionado por las seguridades y la calidad de vida, protestón, quejoso y bastante mal criado de nuestros días. Probablemente, con hombres así, la gesta de 1519 no hubiera sido posible.

Si la hazaña de la nave espacial conecta, a pesar de la Guerra Fría, con el ambiente de optimismo antropológico de los años sesenta, donde todo eran cantos al amor libre, a la libertad, al poder del cambio social, a la paz, etc., la de la vuelta al mundo lo hace con ese tiempo prodigioso del Renacimiento, transición del mundo medieval al moderno, de los siglos XV al XVI. Pocas épocas como esta, prolongada al conjunto del XVI, Europa y, de manera particular, España, han producido tanta cantidad de eventos extraordinarios y desarrollado tanta materia gris. Frente al técnico hiperespecializado que se abrió camino en la segunda mitad del siglo XX, hasta enlazar con la época de las desbocadas nuevas tecnologías de hoy, el del Renacimiento era un sabio con más preguntas que respuestas, de conocimientos enciclopédicos y un deseo inagotable de saber. Fue aquel un tiempo rico en prototipos humanos (astrónomos, navegantes, descubridores, pero también místicos, artistas y escritores), casi todos de primera fila (Copérnico, Colón, Hernán Cortés, San Juan de la Cruz, Miguel Ángel, Tomás Moro).

Hoy como ayer, hay todo un universo por descubrir. Magallanes y Elcano, con un esfuerzo hercúleo, sobrehumano, abrieron el horizonte a contactos de todo tipo entre continentes y culturas, a un mundo intercomunicado, un comercio de más amplio espectro y a un mayor conocimiento de la Tierra; Armstrong, Collins y Aldrin lo hicieron preferentemente al universo astral, a la conciencia de la pequeñez del hombre en medio de un cosmos infinito y, como los primeros, a nuevas aventuras. En ninguno de ellos desfallece la idea de un Dios Creador de esta inmensidad, que acompaña al ser humano en su proyecto de búsqueda de la verdad, incluso la que está más a ras de tierra.

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