Tribuna

Luis Chacón

Experto financiero

Gobernar como una empresa

Contaba Magda Trillo en su Colmena que Manuel Valls quiere gobernar Barcelona como si fuera una empresa. Y se preguntaba si el nuevo Gobierno andaluz lo imitará y si está clara la fórmula para que privatizar sea siempre exitoso. No sé prever el acierto del señor Valls, ya que si cumpliera su promesa se estrenaría en el sector privado. Pero esta Tribuna tiene más interés en aclarar las diferencias entre los modelos de gestión pública y privada que en diseccionar un currículo profesional que, como el de tantos políticos, está en blanco.

Un estado no es una familia ni una empresa. Igualar la gestión doméstica o mercantil con la pública denota la incuria intelectual que practican sus defensores. Más allá del respeto a una serie de principios básicos de buena administración, como cumplir el presupuesto, endeudarse sólo para financiar inversiones productivas o cumplir los compromisos, no hay más coincidencias. No se lleva un avión como una bicicleta ni como un automóvil.

Gestionar exige analizar los recursos disponibles y utilizarlos de modo eficiente para obtener la máxima rentabilidad con la mínima inversión y en el menor tiempo posible. El objetivo económico de una familia es vivir desahogadamente sin que un imprevisto perjudique su vida diaria; el de una empresa, lograr el máximo beneficio, y el de un Estado, maximizar los recursos en provecho público, lo que es una servidumbre extraña al mundo empresarial. El Estado se obliga a atender a todos los ciudadanos, vivan donde vivan y sea cual sea su renta, en tanto que las empresas seleccionan mercados y clientes potenciales. El Estado no tiene competidores y las empresas desarrollan su actividad en mercados competitivos. El estado dispone del BOE y la empresa no tiene nada similar. Parece claro que no es muy razonable gestionar de modo siquiera parecido realidades tan distintas.

Para contestar a la segunda pregunta de Magda Trillo -¿privatizar es sinónimo de éxito?- debemos plantear cuál es la esfera competencial del Estado. Los ciudadanos cedemos parte de nuestra libertad individual a cambio de la seguridad que nos proporciona pertenecer a un grupo. Confianza cristalizada en el Estado de bienestar, que se basa una idea más bien modesta: librar a los ciudadanos de la tiranía de los cinco grandes males (miseria, necesidad, ignorancia, desempleo y enfermedad). Pedimos muy poco: seguridad, educación, sanidad e infraestructuras suficientes. Fuera de esos ámbitos, que el Estado puede ejercer en exclusividad o mejor, para crear cierta competitividad, compartir su ejercicio, resulta innecesario.

En los últimos años, privatizar servicios públicos se ha vendido como la panacea de la gestión. Y se han utilizado dos modelos básicos. En uno, se cede a una concesionaria la construcción de una infraestructura que revertirá al Estado una vez que venza el plazo de explotación temporal. Este servirá para recobrar la inversión realizada mediante el cobro de un peaje al usuario. En cambio, en los contratos de servicios, el concesionario suele invertir poco, cobrando de la Administración y, a veces también, de los beneficiarios del servicio, como ocurre en el caso del transporte urbano.

El sistema tiene claras ventajas: la especialización del concesionario puede generar mayor eficiencia en la gestión. Unir la construcción de una infraestructura con su explotación a largo plazo permite, si la licitación se hace correctamente, mantenerla en perfecto estado, independientemente de que empeore la situación económica general. Y sobre todo, es la solución ideal para poner infraestructuras al servicio del ciudadano sin endeudar al Estado.

Pero la gestión por terceros de los servicios públicos también adolece de taras que implican riesgos evidentes. El primero y más importante de todos es el ligado a la corrupción, que tantas portadas ha ocupado y ocupa en España. Y no parece posible eliminarlo con facilidad. Una adjudicación corrupta encarecerá el servicio y, en el peor de los casos, provocará graves perjuicios económicos. Tampoco es desechable el riesgo de crear infraestructuras innecesarias y meramente electoralistas con el acicate de que su coste no se incorporará a las cifras de gasto público. En estos casos, el retorno esperado no suele cubrir la inversión, así que se renegocian las condiciones, damnificando a los usuarios vía precio o plazo del peaje o teniendo que asumir el Estado la ruina generada, como ha ocurrido con las radiales madrileñas. Sin embargo, nunca se procede a renegociar ningún contrato si resulta especialmente rentable, por lo que la Administración siempre saldrá perjudicada.

Por todo ello, la gestión privada tiene sentido cuando introduce competencia en el mercado, como es el caso de los aparcamientos y de las autopistas, pero no si lo que se cede es un monopolio, como pasa con el transporte público o la basura. Debería reservarse para los casos en los que la calidad del servicio es fácil de medir -como sucede en los peajes-, existen sinergias público-privadas o hay evidencias de que la participación de una empresa privada provocará importantes mejoras en la prestación del servicio

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