Tribuna

Javier gonzález-Cotta

Escritor y perioista

Paisaje de España

La languidez de España no deja de ser un tema acuciante para quienes la sufren en las provincias inhabitadas que un día trazara Javier de Burgos

Paisaje de España Paisaje de España

Paisaje de España / rosell

En el mes de julio, bien entrado ya el estío, atravesamos el genuino paisaje de España desde el río Duero, por las comarcas fluviales de Soria, hasta el nacimiento del alto Tajo, en Albarracín, en la provincia hermana del olvido: Teruel. La carretera nos introdujo de lleno por el gran país de la despoblación española.

A un lado y a otro verdeaban todavía los campos sobre la inmensa llanada. De cuando en cuando se veían montes y desmontes, oteros, serranías algo desleídas por la distancia. Las lluvias habían sido pródigas este año. De hecho nos cayó encima una rabiosa tormenta de verano. Mientras tanto, bajo el baño lluvioso, se sucedían una serie de pueblos elementales de la provincia de Guadalajara. A la altura de Molina de Aragón divisamos su gran castillo almenado, que aparecía como una barbacana del tiempo, reinando muy cristianamente sobre lo alto, mientras el municipio, que la carretera dejaba a un lado, se encastraba en un bajón sobre la montaña.

Cuántas veces habíamos oído este nombre: Molina de Aragón. Sabíamos de su existencia por el informativo que sobre el tiempo ofrece Televisión Española. Siempre aparece el topónimo -Molina de Aragón- sobre un espacio vago, como de tránsito, entre la despejada provincia manchega y las tierras dormidas de Teruel.

Llegamos por fin a Albarracín. El insólito paraje, elogiado por revistas viajeras, estaba coronado también por otro largo paño de murallas altas. El color siena de las casitas nos impresionó de forma confusa, acostumbrados como estábamos a la paleta de colores básicos que habíamos percibido durante kilómetros y kilómetros por las provincias del gran destierro. El entorno de la sierra turolense sobre el Guadaliviar, con sus roquedales, retenía una peliculilla de verdor y bastantes abrojos, lo que en nuestra opinión, acomodada a lo que habríamos deseado, estropeaba un tanto la fotogénica comunión de tonos entre la montaña y el pueblo.

Dejamos Albarracín al cabo de unos días. De vuelta a casa, rumbo al sur inevitable, atravesamos otro gran trozo indiferente pero bello de la provincia de Cuenca, limítrofe con el interior de Valencia, hasta que La Mancha impuso su planicie a la altura ya de Albacete. Durante unos días habíamos aprendido a interpretar el paisaje español a ras de simiente, recordando de paso los libros ya leídos (La España vacía de Sergio del Molino, Por carreteras secundarias de Alfonso Armada, La hispanibundia de Mauricio Wiesenthal).

Cierto es que la despoblación de España es ya un problema severo que presenta una estadística de escalofrío futuro. Según Eurostat, el 62% de los municipios españoles tienen menos de 1.000 habitantes y en ellos sólo vive un 3,15% de compatriotas. Poco antes de su abrupta caída, el PP de Rajoy creó el llamado Comisionado para el Reto Demográfico (por supuesto, sin presupuesto fijo) para estudiar la falta de vida que sufren tantos lugares de España. Asimismo, una Comisión Especial del Senado, tras visitar los terruños de Cuenca, Soria y Teruel (justo por donde habíamos transitado), se comprometió a buscar "en breve" una solución para la repoblación demográfica siguiendo al parecer el modelo de las tierras altas de Escocia. No sabemos la suerte que ha corrido aquel engolado Comisionado, ni si sigue en mente esta idea de repoblación a la escocesa surgida de tan preclaras mentes senatoriales.

La languidez de España no deja de ser un tema acuciante para quienes la sufren en las provincias inhabitadas que un día trazara Javier de Burgos. Aun siendo éste un problema urgente, lo cierto es que el verano, con su solaz y su albedrío, nos ha vuelto un tanto estetas o frívolos (siquiera de forma pasajera).

El sanguino ocaso sobre esta España que se muere no puede ser más hermoso cuando se viaja a través de su seno. A cierta edad uno se siente agradecido al país en el que nació y percibe su identidad cuando percibe el paisaje calmo que permanecía ahí, desde siempre, condenado a un olvido que el tiempo, hoy como ayer, ha vuelto estético. Algo similar debió ocurrir cuando los hombres del 98 redescubrieron la moral que habitaba sobre los viejos predios de España.

Los lugareños que hoy sufren los efectos de la despoblación nos pondrán a caldo. Y no les faltará razón. Habrá que buscar pronto remedio para sus justísimas demandas. Los demógrafos avisan que no hay que frenar la moribundia española con repoblaciones absurdas o insensatas (recordemos aquellas colonizaciones del reinado de Carlos III).

Mientras llegan -si es que llegan- los esperados estímulos, disfrutemos del paisaje esencial. Las provincias olvidadas nos hacen amar, aunque sea en abstracto, lo que muchos llaman la patria (o la matria, como prefería decir Unamuno).

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