Tribuna

Esteban Fernández-Hinojosa

Médico

Soledad, envenenado tesoro

Muchas familias han abandonado su propio estilo de vida, su 'ethos', y han dejado a sus miembros más débiles al socaire de la asistencia social

Soledad, envenenado tesoro Soledad, envenenado tesoro

Soledad, envenenado tesoro / rosell

El que fuera Cirujano General de EEUU -máxima autoridad en política de salud pública­- en el Gobierno de Obama, el médico Vivek Murthy, declaró hace unos meses que la soledad en su país empieza a alcanzar proporciones epidémicas. En Reino Unido se ha dado un paso al frente en este asunto: se ha habilitado un ministerio enfocado a paliar esta silenciosa epidemia. Un portavoz de dicho Ministerio hizo público, hace poco tiempo, el compromiso de su equipo en la tarea de abordar el problema del aislamiento social y la soledad que, según reconocía, puede afectar a cualquier adulto y, por ello, han destinando un fondo de 11 millones de libras a estrategias sociales que impulsen una mayor vinculación entre las personas dentro del país.

En España se calcula que el 20% de las personas mayores de edad viven solas; de este porcentaje, el 40% reconoce haber experimentado un cierto sentimiento de soledad de forma más o menos habitual, según expresa el informe La soledad en España, elaborado por la Fundación AXA y la Fundación Once. La soledad lleva camino de convertirse en un grave problema de salud pública en los próximos años; un problema que, de no abordarse, condenará a muchas personas a padecer otra condición crónica más, una de esas que tienen la mala costumbre de adelantar el destino finito de quienes la padecen, debilitando antes su bienestar. El aislamiento social se relaciona con el aumento de muertes prematuras, con enfermedades cardiovasculares, estrés, depresión y demencia.

Estar socialmente aislado no siempre significa que se perciba subjetivamente el sentimiento de soledad, algunos lo padecen viviendo en compañía de otros; no obstante, será demoledor el número de personas que, por encima de los 50 años, sufran sus consecuencias en la próxima década en nuestro país, lo que se verá impulsado por factores como la viudedad, el divorcio, las discapacidades, las dificultades económicas, los recortes en servicios sociales y el gran éxodo de los más jóvenes de las familias a través de la redonda geografía del mundo.

No es un problema trivial. Sus repercusiones a escala psicosomática han demostrado ser potencialmente devastadoras y, se acepte o no, acabará imponiendo a los servicios sociales una carga difícilmente sostenible. El sentimiento de soledad inclina a muchos a abandonarse en el cuidado personal y en los hábitos de vida saludables, lo que redundará en su mayor grado de dependencia. Si bien la aprensión sobre los ancianos ha sido particularmente intensa, nadie está exento de este riesgo en cualquier edad adulta: algunos estudios sugieren la inquietante idea de que los adultos jóvenes en EEUU comienzan a formar la población más abundosa de solitarios. La investigadora de la Universidad Brigham Young, Julianne Holt-Lunstad, ha explicado en el Senado norteamericano que "el 28% de la población de adultos mayores del país vive sola, que más de la mitad de la población adulta no está casada, y uno de cada cinco nunca se casa".

Los argumentos esgrimidos para explicar esta plaga en edades medias hacen referencia a la cada vez más reducida participación en actividades y proyectos cívicos de envergadura y a la ubicuidad de las redes sociales o los móviles que, como armas de distracción masiva, pueden secuestrar la atención de las mentes más sutiles. A ello también contribuye la progresiva reducción de matrimonios y el creciente número de jóvenes que optan por vivir solos. Las tendencias en el último medio siglo son evidentes: en 1960 el 72% de los adultos americanos estaba casado frente al 13% que vivía solo. En Europa estas proporciones no deben de ser muy distintas.

Es una contradicción lamentable que las administraciones públicas no apuesten por una fuente tan fundamental de bienestar y solidaridad como la familia, quizá el antídoto más potente contra la soledad. Muchas familias han abandonado poco a poco su propio estilo de vida, su ethos, y han dejado a sus miembros más débiles -ancianos, minusválidos, enfermos crónicos o niños- al socaire de una asistencia social que, pese a su vocación solidaria, nunca ha gozado de condiciones para prevenir las conductas más erráticas, como la delincuencia o el fracaso escolar; y no digamos para cultivar las relaciones cercanas o favorecer la integración social, que son dos de los más potentes predictores de bienestar y longevidad.

Contribuir a una cultura de la familia que impulse su protagonismo en las iniciativas sociales añadiría un suplemento de sentido que va contracorriente de este oxímoron que representa la potencial sociedad de solitarios que se avecina. No es sano vivir solo. Quien no vive de algún modo para los demás, tampoco vive para sí mismo. Así lo expresó el sabio Miguel de Montaigne hace ya casi cinco siglos.

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