Tribuna

Manuel Bustos

Catedrático emérito de la Universidad CEU San Pablo

Testimonio de la vida rural

Testimonio de la vida rural Testimonio de la vida rural

Testimonio de la vida rural / rosell

Tengo antecedentes familiares maternos en la provincia de Ávila, al norte de la espectacular serranía de Gredos. Desde el pueblo de mi abuelo se puede contemplar el cogollo central de la misma, con sus máculas de nieve, incluso bien avanzada la primavera. El pasado año sentí un gran dolor al ver las tierras próximas a los pueblos serranos de mis antepasados calcinadas.

No sólo es un problema ecológico; también lo es sentimental. He recorrido y pateado esos lugares en mis vacaciones escolares y universitarias, sintiendo el aire fresco de la montaña, el olor a piornos secos; siguiendo el lento caminar de los carros de heno, gustando la inolvidable frialdad natural de los manantiales, de agua purísima y transparente, donde sólo con mucha voluntad se puede introducir la mano en sus gélidas aguas.

A menudo contemplaba el pastar, lento y apacible, de las vacas lugareñas en los altos prados de la Lastra, de propiedad comunal: todo un recuerdo resplandeciente de la Vieja Castilla de pequeños propietarios, donde apenas había hombre sin tierra ni bocado que llevarse a la boca, incluso en tiempos de dificultades. El espíritu de libertad que ello procuraba no desdecía, sin embargo, de la fidelidad a la tradición y a las prácticas de solidaridad colectiva: las gentes aprovechaban por turnos unos mismos arroyos y pozas para el regadío de sus huertos, se ayudaban en las faenas agrícolas cuando, avanzado ya el verano, algunas familias aún no habían logrado concluirlas y se aproximaba la Virgen de septiembre, la fiesta grande, término del duro trabajo estival, en espera de la próxima siembra.

Cuando comenzaron a aparecer las primeras máquinas, sus dueños se las cedían o alquilaban a otros vecinos para que pudiesen apresurar sus trabajos. Nunca llegaron a cuajar del todo, pues reducida como era la propiedad y el terreno quebrado, su uso no resultaba a la larga muy rentable.

Puedo asegurar que yo, todavía un chaval, nada vi de lo que hoy llamamos atentado ecológico. El campesino conocía a la perfección los ciclos de la Naturaleza, sabía hasta donde podía llegar en la tala de los piornos o de los árboles para que pudiesen reproducirse y los lugares apropiados para el pasto de su ganado, mientras mantenía al lobo alejado. Hoy, paradójicamente, son quienes apenas han pisado el campo ni lo han trabajado, y no saben lo que es andar el monte, los que dirigen la agricultura de este país, peroran sobre sostenibilidad y dictan lo que se puede o no hacer. Vivir para ver.

Tuve la suerte de conocer este mundo brevemente descrito, en el que participé modesta pero activamente, colaborando en las tareas de siega, acopio y almacenamiento del heno, la trilla del centeno o, sencillamente, recogiendo la fruta, las hortalizas y las patatas en los huertos. He sido testigo, asimismo, de las grandes transformaciones experimentadas a partir de los años sesenta. Hoy, aunque mantiene rasgos topográficos que me son familiares, su paisaje ha cambiado mucho: la maleza ha crecido con desmesura sobre lo que antaño fueron campos sembrados o pastizales para el ganado. El piorno hace casi impenetrable el paso por algunas zonas del monte; muchos senderos han desaparecido. En el largo estío castellano, salvo algunas manchas de verdor, el terreno se ha convertido en un secarral. Las costumbres y mentalidad de sus gentes también han mutado.

El campo, salvo alguna excepción, está hundido. Sigo acudiendo casi todos los años al pueblo de mi abuelo; nada es ya igual. Ahora es una localidad de veraneantes, hijos o nietos de quienes otrora le dieron vida, y de algunas familias amantes de la tranquilidad. De octubre a junio, la población se reduce a unos cuantos ancianos (la escuela ha echado prácticamente el cerrojo), que han renunciado a irse o pasan allí largas temporadas. Salvo algunos cachos de tierra que aún cultivan unos pocos con sus propias manos, el resto, la mayoría terrenos heredados, yacen en el más profundo abandono, rebosantes de zarzas y yerbas secas. El peligro de incendio es obvio.

Los más jóvenes ni siquiera saben lo que tienen. Viven en la gran ciudad con sueldos bajos, siendo propietarios en el pueblo de tierras y casas, aunque, eso sí, convertidos en urbanitas. Algunos, con suerte, quizá lleguen al Ministerio de Transformación Ecológica u otro similar continuando la perorata de sus predecesores en el cargo.

Es fácil acudir al mantra del cambio climático, de tanto reconocimiento social. Cada vez que se acerca un nuevo verano, los incendios proliferan más y su acción es más devastadora. Hace calor, mucho calor, qué duda cabe. Se sabe: diez meses de invierno y dos de infierno. Tal es nuestro sino, con una diferencia: quienes saben cómo paliarlo y afrontarlo han muerto o practican la gimnasia pasiva en las plazas y parques de las ciudades, mientras sus nietos ven los incendios a través del televisor y culpan de ellos a la acción contaminadora del hombre.

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