Tribuna

Fernando CAstillo

Escritor

Vilna, fin del trayecto

Vilna, fin del trayecto Vilna, fin del trayecto

Vilna, fin del trayecto

Como a tantos otros, esta guerra de Ucrania, de incierto resultado e imprevisibles consecuencias como corresponde a todo acontecimiento histórico que se precie, le ha llevado a uno a buscar nuevas lecturas, a leer lo que debía haber leído hace tiempo y a recuperar viejos libros. Entre estos últimos está Otra Europa, las magníficas memorias de Czeslaw Milosz, el premio Nobel polaco nacido en Vilna, otra ciudad de varios nombres y parte de la que llamaba Commonwealth de Europa Oriental que iba del Báltico al Dniéper. En un texto que no tiene desperdicio por lo testimonial y sugerente, en el que nos cuenta su vida en los días anteriores a esa guerra mundial que llevó a Rusia a las riberas del Elba, hay unas páginas dedicadas a Vilna en unos años, pocos, casi una burbuja, en los que fue una ciudad diferente. Después de su ocupación por la Unión Soviética en septiembre de 1939, Vilna, capital histórica de Lituania, pasó de la soberanía polaca a la del país báltico tras su cesión en un gesto de aparente generosidad de Moscú, a cambio de algunas bases en el país. La ficción de la autoridad lituana, siempre tutelada por la amenazante presencia soviética, duró solo unos meses hasta que los tanques rusos la ocuparon el 15 de junio de 1940, al día siguiente de la entrada de los alemanes en París y de los españoles en Tánger. Una maniobra característica del estalinismo que se había empleado poco antes infructuosamente con Finlandia, en la que se desplegó ese lenguaje especial que, inevitablemente, recuerda al empleado ahora por Vladimir Putin al dirigirse al gobierno de Kiev, lo que demuestra la persistencia en Rusia de métodos y criterios del pasado.

En esos meses tan intensos como de tensa espera de lo que se sabía inevitable, Vilna se convirtió en el punto de fuga de los refugiados polacos, entre los que había, como en aluvión, personajes de toda condición, en general muy distintos de los que ahora llegan a las fronteras de orientales de Europa, si hemos de creer a Milosz. Unos huían del nazismo, otros de los soviéticos y la mayoría de ambos, sobre todo tras las noticas de lo que sucedía tanto en el llamado Gobierno General alemán, como en el voivodato comunista en que se convirtió la parte oriental de Polonia, anexionada a la URSS. A Vilna llegaban desde Varsovia, Lvov, Cracovia, Lublin o Lodz aquellos que temían a los conquistadores y tenían algo que perder bajo su autoridad. Eran más o menos los mismos personajes que antes, procedentes de Alemania, Austria o Checoslovaquia, recalaron en Paris y que ahora llegaban a otras ciudades de Europa como Lisboa, Madrid o Estocolmo, y de otros continentes tal que Tánger o Shanghái. Unos hombres y mujeres muy parecidos a los que habían dejado la España republicana en los primeros meses de ese año atroz de 1939.

A esta Vilna, precoz ciudad entre las de huida, llegó el torrente de fugitivos al que se refiere Milosz, formado por "directores de escuelas rabínicas, oficiales sin ejército y diplomáticos en paro" quienes, como otros tipos menos recomendables, intentaban salir del bloque de hielo que se estaba derritiendo en que se había convertido la efímera capital de Lituania. En esos días Vilna se había transformado en "una Babel nerviosa, con tráfico de divisas y pasaportes", una ciudad de rumores y miedos, de gentes que se movían alrededor de los hoteles Astoria, Bristol o Europa y de los cafés de la plaza de la catedral, que vivían en un ambiente de desesperanza y excesos aguardando el fin de su mundo. Verdaderamente, una atmosfera de fin de trayecto.

Entre aquellos que se encontraban en la ciudad estaba Felus, un joven judío polaco rico, culto, y dipsómano, amigo de Milosz. Allí se dedicó a olvidar lo que sucedía empleando los dólares y joyas que había conseguido sacar de Polonia tras vender sus bienes. Felus y su mujer fueron de los pocos que consiguieron huir de Vilna gracias a un visado otorgado por el cónsul de Japón en la tan histórica como moderna y racionalista Kaunas. Este diplomático, al que Milosz no alude, sabemos ahora que es Chiune Sugihara, cuyas funciones estaban más cerca del espionaje que de labores administrativas. Este japonés que gustaba presentarse como Sergei quizás por su matrimonio con una rusa blanca, fue un asiduo de los ambientes del exilio ruso blanco de Harbin, donde reclutaba agentes al servicio de Tokio. Probablemente, sus contactos con los judíos en la cosmopolita ciudad de Manchuria le llevaron a hacer un generoso uso de los visados, lo que permitió a muchos como Felus, atravesar la Unión Soviética y llegar a Shanghái, donde los japoneses no dejaban de asombrarse ante la llegada de tantos polacos. Vilna, centro de un mundo más de huidos que de desplazados, de apátridas más que de refugiados, entre quienes la desesperación del que no tiene futuro era más intensa que la de aquellos que ahora han huido de Ucrania, pues no solo no sufren persecuciones, sino que también anida en ellos la fundada esperanza del regreso.

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