Tribuna

César romero

Escritor

Vivir para no contarla

Durante la juventud había una cierta batalla entre el pudor y el exhibicionismo que finalmente la madurez decantaba del lado del pudor

Vivir para no contarla Vivir para no contarla

Vivir para no contarla / rOSELL

Cuando Hillary Clinton aún pensaba ganarle las elecciones al inefable Trump de piel color calabaza, dio un mitin en Orlando ante jóvenes. Hay una foto llamativa del acto, en la que todas las asistentes, de espaldas a la candidata, se hacen selfies con la política al fondo. Ni una sola la mira de frente o espera su alocución o le hace una foto. Todas parecían querer "inmortalizar" ese momento. Cierto es que raramente coincidirían juntas con otra candidata presidencial, pero si alguien hubiera accedido a sus teléfonos móviles serían miles los momentos únicos inmortalizados. Y en todos aparecerían ellas, en primer plano, repitiendo la imagen propia con algo o alguien al fondo, no para ser contemplada o mostrada a una amistad sino para ser compartida al instante en una red social. Así son los selfies: instantáneos, despersonalizados y públicos.

Aunque paradójico, conforme más selfies se ven, más impersonales parecen. Quizá porque casi todos obliguen a similares tomas o porque la gente se empeñe en reír, y la risa es saludable y tal vez sea el acto más social entre humanos (nadie ríe a solas, y si es así, alguien le hizo reír), pero también el que nos libera por un segundo de los pesares propios y mientras dura nos vuelve algo más impersonales, lo cierto es que vistos varios selfies, vistos todos. Los dientes de los fotografiados acaban ensombreciendo lo que se pretendía enseñar y también los rostros de los autorretratados, que se nos acaban asemejando, como si foto a foto fueran perdiendo su personalidad (¿acabará siendo verdad eso que pensaban algunas tribus sobre la fotografía: que robaba las almas?). Las jóvenes del mitin de Orlando estaban en esa edad impersonal donde prima la pertenencia al grupo sobre el criterio propio, pero esta universalización de los sonrientes selfies son como una pérdida de personalidad propia generalizada, un artificioso juvenilismo.

Lejos de lo que cantara Goethe, ahora no se salva el instante por ser único sino por la posibilidad de compartirlo al instante. Y esto, otra paradoja, le hace perder unicidad, pues son tantos los instantes compartidos que más que irrepetibles se antojan repetitivos hasta la saciedad. Pero no importa, porque es tan instantáneo que pronto un selfie sustituye a otro, y este a otro, y así sucesivamente. No son como los anillos del tronco de un árbol, que van engrosándolo y cuentan su vida, sino una sucesión de instantes a la que le falta precisamente eso, una historia. Ahora que tan de moda está la necesidad de contar o construir un relato, aun para asuntos que no lo requieren, sorprende esta proliferación de autorretratos cuyo único hilo conductor es quien posa, que es el protagonista del relato que no se cuenta. Ahí está el principal engaño de los selfies: en verdad no cuentan nada, sólo enseñan a alguien que estuvo allí. Por esto es profunda y arriesgadamente falsa esa idea de que cualquiera con un móvil es capaz hoy de dar una noticia, porque la noticia hay que contarla y los que se fotografían en el lugar de los hechos se limitan a mostrar, no hilvanan el relato necesario para entender qué está pasando.

Publicar una foto propia conlleva perder una parte de intimidad. Durante la juventud había una cierta batalla entre el pudor y el exhibicionismo que finalmente la madurez decantaba del lado del pudor (o la privacidad). Ahora parece victorioso el exhibicionismo, nadie quiere ser menos que esas celebridades cuyas vidas son públicas (y algunas, poco notorias). Cualquiera se fotografía, se hace un vídeo, y lo cuelga ante ojos desconocidos (o lo guarda, como esos estúpidos delincuentes que violan y además se graban mientras lo hacen). Parece que, como si no se quisiera dejar de ser joven, casi todos anden dispuestos a perder la intimidad y el carácter propio por compartir fotos que no nos cuentan nada de sus vidas ni de si miran, ni cómo, el mundo que los rodea, sólo de cómo se miran a través del móvil. O cómo son los primeros en enseñar lo que ven, creyendo que cuentan algo cuando en verdad no lo hacen y sí dejan pasar la ocasión de hacer una pequeña historia, como ocurrió con quienes grababan con su móvil al destrozado marido de la turista española que recientemente murió tras una explosión de gas en París, que corría para salvarla, desesperado porque nadie lo ayudaba y todos se empeñaban en grabar la escena para compartirla en una red donde también parecen atrapados sus días, sin tener en cuenta a quien iba perdiendo su vida y ya no podrá contarla.

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