La tribuna
Familias, pobreza y malabares
La tribuna
Pongo un pie en el zaguán de la casa, con mis hijos detrás, y de pronto una procesión de sombras forma un remolino de vértigo y memoria en que parece haberse abolido el tiempo. Todo esto sucede, como por hechizo, a partir de un olor, entre cerrado y almizcle, y el sonido de la madera vieja que cruje al pisar. Los sombreros de paja colgados en la entrada y las cachavas en el paragüero. El aparador de espejo borroso y el arcón sobre el que se dejan monederos y gafas. Es agosto del año dos mil veinticuatro pero es también el día en que se inauguró la casa de mi abuelo Paco, casi un siglo atrás, después de que la primera casa se destruyera en un incendio. Es, a la vez, el día en que salió para casarse con mi abuela Socorro, moza bien bonita del pueblo de al lado. Es cada una de las vacaciones familiares de mi padre y mis tíos, viniendo en tren desde Andalucía. Es el año, después de morir mi padre, en que vinimos con los primos a pasar unos días plenos de nostalgia y celebración. De comer cordero y beber chatos de vino, y pasear las eras o caminar hasta la estación al atardecer. De dejarse el móvil en casa. Es cada uno de los veranos en que he vuelto con mis hijos a estar con la tías abuelas, Manoli y María. Ahora –ay– ya solo con Manoli. Al pisar el zaguán de la casa –tras el chirrido ferruginoso de la puerta ensanchada por las calores– cruzas un puente: de una orilla, el tiempo de los horarios laborales y las alarmas del móvil; de la otra, otro mundo en que los muertos no están tan muertos y la calima de la siesta en el patio, bajo la parra y la higuera, está a punto de volver todo de color sepia.
En la casa todo giraba, y gira, en torno a la cocina. Porque allí estaba el calor del hogar, literalmente, y se arrebujaba el invierno con sus mantas de cuadros. El escaño de madera blanca en que se apretaban los tíos. La alacena fresca y la panera de tela a cuadros. Allí se hacia el cocido de cuatro platos: sopa de fideos, garbanzos, berza, relleno y pringada (aquí es con “d”). El pimentón con sabor de verdad y color de fuego. Allí estaba la fresquera, con el queso, la manteca y los huevos; y, desde hace cincuenta años, un frigorífico de los viejos, de los que no se estropean.
Aquí los niños se dispersan y corren, embarcan balones y se saltan muros. Conocen una maravilla imprescindible: el aburrimiento. Las horas suenan en el reloj de cuco, lentas, perezosas, arrastradas, mientras se inventan modos de pasar el rato, del sobrao a la bodega, de las eras a la plaza de la iglesia, mientras los mayores departen en la cocina de sus cosas, entre susurros que significan dineros, adulterios y enfermedades, o se van, nos vamos, al bar de Carlos o al de Felipe, a por unos torreznos y unos chatos, y a conversar de pleitos y tierras. “Tu padre sí que era un prenda. Se saltaba la tapia del cura para robar higos… Eres clavadito a él, macho, me ha dado como impresión al verte entrar”. “Este calor no le vemos (fundamental el le) desde hace diez años, nos habéis traído el calor los andaluces”. “Esa tierra nuestra se la han quedado por la cara en la concentración parcelaria. Llevamos veinte años reclamando. Pero, vamos, yo erre que erre”. “¿Hasta cuándo vais a estar?”. “Tu padre también estaba todo el día con la guitarra, qué fenómeno. Y tu abuelo, qué buena persona era, cuántas veces nos hizo favores estando en los trenes…”.
Uno se vuelve de Castilla con un acento raruno, con quilos de más y con la sensación de que algo no estamos haciendo bien en la vida corriente. Sé que tener casa en el pueblo es algo que recomendaría a todo el mundo que pueda. No turismo rural, no “escapadas románticas” ni viajes intercambiables a París o a Londres o semanita en la Riviera Maya, o en un crucero, fotografiada y filtrada con esmero para enseñar felicidad precocinada en las redes sociales. No. Una casa en el pueblo, que cambie los ritmos y las pulsaciones y nos recuerde que vivimos demasiado deprisa. Un lugar donde escuchar la historia de la familia, el latido de la estirpe, todo aquello que somos sin saberlo, que hemos recibido sin pararnos a agradecerlo. Lo dijo mejor Ángel González: “Para que mi ser pese sobre el suelo, / fue necesario un ancho espacio / y un largo tiempo: / hombres de todo mar y toda tierra, / fértiles vientres de mujer, y cuerpos / y más cuerpos, fundiéndose incesantes / en otro cuerpo nuevo. / Solsticios y equinoccios alumbraron / con su cambiante luz, su vario cielo, / el viaje milenario de mi carne / trepando por los siglos y los huesos».
También te puede interesar
La tribuna
Familias, pobreza y malabares
La tribuna
Obesidad: rehacer las cuentas
La tribuna
El aparcamiento
La tribuna
Sueños de eternidad
Lo último