Tribuna

Manuel Ruiz Zamora

Filósofo

La eutanasia de las cosas sencillas

La eutanasia de las cosas sencillas La eutanasia de las cosas sencillas

La eutanasia de las cosas sencillas / rosell

Cada vez que sale a la palestra de nuestra malhadada democracia la posibilidad de legalizar el derecho a la eutanasia (recordemos: buena muerte), se conjuran nuestros creyentes para impedir que ello llegue a buen término. Y ello es justo y necesario: para ello vivimos en una sociedad democrática en la que todos deben tener el mismo derecho a expresar sus opiniones. Lo que ya no resulta tan admisible es intentar conferirle al debate una apariencia de racionalidad para no asumir que lo que finalmente hay no es sino un dogma de fe: la creencia en que únicamente Dios, en su infinita sabiduría y omnipotencia, tiene la potestad de decidir sobre la vida y la muerte de los seres humanos. A partir de ahí solo pueden deducirse consecuencias prácticas que lindan con el despotismo.

Entiéndanme bien: no estoy negándoles a estos buenos samaritanos ni un ápice de buena voluntad, pero creo que sus "argumentos" son, en el mejor de los casos, sofismas apenas escolásticos para no tener que asumir lo que en el fondo no es sino una posición de dogmática incondicionalidad. En este mismo diario, Enrique García-Máiquez, un autor con el que, Scruton mediante, siento cierta coincidencia en otros asuntos, esgrimía el siguiente argumento en su artículo Eutanasia global: "si conseguimos instaurar, mediante el ejercicio y el contagio, una civilización del cuidado y el aprecio, de la poesía de las cosas sencillas y escondidas, de la amistad, de la ternura con los débiles y los cansados, estaremos creando un mundo tan pleno y tan lleno que la culturilla de la calderilla, del descarte, del utilitarismo, de economicismo, del sentimentalismo tóxico y del "vámonos que nos vamos" - y de paso te empujamos - no tendría cabida. Sería como lo que es: pura barbarie y sin sentido".

Pues bien, uno, en su infinita ingenuidad, es incapaz de imaginar cómo a alguien, sumido en un sufrimiento atroz y cuya única seguridad es la de que cada día que transcurra va a ser aun peor, le podría, no ya consolar, sino simplemente atenuar el dolor el aprecio por "las cosas sencillas y escondidas, la amistad y la ternura con los débiles". Pero supongamos, por un momento, que es posible que se cumpla en la Tierra ese reino del amor y la justicia universales y que conseguimos instaurar "la civilización del cuidado y el aprecio", algo que, por lo demás, me atrevo a afirmar, que ya tenemos: se nos plantean dos problemas esenciales.

El primero: ¿qué hacemos, mientras llega ese estado de cosas ideal, con aquellos que, en uso de una libertad que es, por definición, inalienable (pues su negación, al ser la más básica de todas, significaría la negación de todas las demás) no quieren seguir viviendo? Muchas veces le hemos leído a Máiquez proclamar su condición de conservador-liberal: ¿seríamos capaces de plantear, tal y como hicieron los adeptos al comunismo en el siglo pasado, que hasta que ese momento llegue los individuos estarán obligados a aceptar todos los sacrificios, incluyendo el de una vida sin otro sentido que el del sufrimiento más abyecto? Es verdad que, para un cristiano, este tiene sentido por sí mismo, toda vez que supone un salvoconducto para el Cielo, pero, ¿estarán dispuestos a defender que ello debe ser también así para quienes no sean como ellos?

El segundo problema es aun más acuciante: supongamos que ese estado de cosas ideal ya ha llegado, es decir, que nos amamos los unos a los otros y que estamos dispuestos a cuidarnos hasta en los momentos más tristes y oscuros. Pues bien, si, aun así, existe un ser humano, uno solo en toda la Tierra, que a causa de sus terribles sufrimientos, físicos, psicológicos y morales, y en uso de ese bien intransferible que es la libertad para decidir sobre la propia vida, resuelve que, aun con todo ese amor y esos cuidados, no le vale la pena seguir viviendo y pide, como integrante de una sociedad, que esta le proporcione, compasivamente, los medios para morir de una forma dulce y decente, rodeado de los suyos, con la opción de despedirse ¿quién podría negarle, sin ser acusado de crueldad, ese derecho?

Obsérvese que no he apelado en ningún momento al valor de la dignidad, entre otras razones porque creo que es un pésimo argumento que esgrimen a menudo los defensores de la eutanasia y que no tiene nada que ver con lo que viene al caso. Reclamo simplemente algo mucho más sencillo y más concreto: el derecho a morir de una forma indolora y en las mejores condiciones posibles a partir de los designios del propio raciocinio. En mi opinión, una vez decidido esto por cualquier ser humano en pleno uso de sus facultades mentales (aunque ese uso se haya manifestado antes de perderlas por completo), ya nadie, y digo nadie, tendría que decir nada al respecto, por una simple cuestión de pudor y de respeto. Como diría el filósofo: sobre lo que no podemos hablar, mejor callar.

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