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Si algo hemos perdido en España es la capacidad de analizar los problemas y buscarles soluciones eficientes que nos beneficien como sociedad. Es imposible dialogar, exponer ideas y buscar puntos de encuentro. Ni siquiera debatimos con serenidad. No ya con argumentos, cultura o cierta elegancia. El debate público es un gallinero en el que los “hunos y los hotros”, en acertada expresión acuñada por Unamuno, se limitan a lanzarse consignas asumiendo que su idea, preconcebida la mayor parte de las veces y casi nunca basada en datos medianamente fiables y mínimamente testados, es la acertada.
Y con el turismo no iba a ser menos. Lo lamentable es que en lugar de analizar pros y contras de una actividad económica que supuso (Cuenta satélite del turismo de España del INE) el 11,6% del PIB y creó 1,9 millones de empleos en 2022, el intercambio de cornadas se reduzca a un grotesco apedreamiento de elogios y repulsas. Y así, para la izquierda es el caballo de Atila y para la derecha el maná divino que enviaba Dios a este desierto. No parecen análisis profundos.
El turismo que nació con el sesentero “Spain is different” se basó en una oferta masiva de sol y playa que lo ha caracterizado desde entonces. Los núcleos costeros crecieron empujados por hoteles y viviendas vacacionales apoyadas por el estado hasta con deducciones fiscales para su adquisición. Y sin perder esa cuota de mercado, ha evolucionado gracias a nuestro inmenso patrimonio cultural, las evidentes atracciones naturales de nuestra geografía, un clima benigno comparado con el de los mercados europeos emisores de visitantes y la capacidad de adaptación de una industria que se ha ido desarrollando al compás de las exigencias de sus clientes. Todo ello genera un mercado muy complejo. Y por eso mismo no podemos analizarlo como algo simple ni atender a soluciones aparentemente sencillas que no tengan en consideración cada lugar y cada foco de atracción. Pensemos que cualquier mercado se segmenta para limitar la oferta a los posibles clientes objetivos a los que dirigirse. Sea geográfica –turismo de playa, montaña o urbano entre otros– o socialmente, dividiendo a la clientela por edad, sexo, estado civil, nivel cultural, renta disponible, etc. Todas esas variables combinadas generarán grupos homogéneos a los que ofrecer productos concretos. Y de ese análisis, unido al impacto que pueda producir en cada lugar la recepción de viajeros obtendremos conclusiones que nos harán definir modelos económicos sostenibles, rentables y eficientes para los diversos mercados turísticos. No un modelo único y monolítico, sino tantos modelos como escenarios detectemos. Y teniendo en consideración que una gestión eficiente debe maximizar los beneficios minimizando los riesgos.
No hay una sola actividad económica que no genere inconvenientes junto a beneficios económicos y sociales. Pero igual que nadie defendería la implantación de una industria química sin considerar cómo controlar los problemas de contaminación ambiental que puede provocar, resulta ridículo no asumir en un mercado con una actividad tan contrastada en España a lo largo de los últimos decenios, que es imprescindible prever sus evidentes perjuicios. Las ciudades han cambiado radicalmente en el último siglo; hoy es imposible encontrar una vaquería o un almacén de productos inflamables en el bajo de un edificio. Y cuando la necesidad de satisfacer un servicio primordial impone su presencia –pensemos en las gasolineras– la exigencia de elevadas medidas de seguridad es aplaudida por todos.
Es claro que el turismo crea empleo, pero no siempre lo es de buena calidad ni genera en los trabajadores la tranquilidad que ofrecen unos ingresos regulares al estar sujetos a una temporalidad, a veces, más que perversa. También crea riqueza, pero debemos preguntarnos si esa creación es constante en el tiempo o no pasa de ser, en ciertas zonas, una mera economía de subsistencia. Nuestro patrimonio monumental es una fuente de riqueza; económica, social y cultural. Pero no a cualquier precio como pretenden en demasiadas ocasiones los operadores turísticos. Conservarlo es una responsabilidad común. Sólo somos meros depositarios forzosos y cae sobre nosotros la obligación de entregarlo a quienes nos sucedan. Hay turismo respetuoso y otro que disminuye la calidad de vida de los residentes y expulsa a muchos de sus casas, convirtiendo determinados barrios en groseros parques temáticos, pues la imaginación del empresario turístico no casa con la pulcritud del académico.
Lamentablemente, si escuchamos a unos y otros, todo se reduce a alabar el turismo porque crea riqueza o a demonizarlo porque los pisos turísticos dejan sin vivienda a los jóvenes. Frente a este juego diabólico de filias y fobias debemos imponer un debate mesurado que permita al turismo seguir aportando riqueza al país pero con empleos de calidad, consistencia económica, beneficios sostenidos y cohesión social, además de evitar daños a nuestro patrimonio y no perjudicar el futuro de nuestros jóvenes.
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